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cerraran  para  tener  una  coartada  de  su  empleo  del  tiempo  durante  la  tarde.
               Pero aparte de que sería sólo una coartada parcial, el proyecto era imposible de
               realizar.  Le  invadió  una  mortal  laxitud.  Sólo  quería  llegar  a  casa  pronto  y
               descansar.

                   Eran más de las veintidós cuando regresó al piso. Apagarían las luces a las
               veintitrés treinta. Entró en su cocina y se tragó casi una taza de ginebra de la
               Victoria. Luego se dirigió a la mesita, sentóse y sacó el Diario del cajón. Pero

               no lo abrió en seguida. En la telepantalla una violenta voz femenina cantaba
               una  canción  patriótica  a  grito  pelado.  Observó  la  tapa  del  libro  intentando
               inútilmente no prestar atención a la voz.

                   Las detenciones no eran siempre de noche. Lo mejor era matarse antes de
               que  lo  cogieran  a  uno.  Algunos  lo  hacían.  Muchas  de  las  llamadas
               desapariciones  no  eran  más  que  suicidios.  Pero  hacía  falta  un  valor
               desesperado para matarse en un mundo donde las armas de fuego y cualquier

               veneno rápido y seguro eran imposibles de encontrar. Pensó con asombro en la
               inutilidad biológica del dolor y del miedo, en la traición del cuerpo humano,
               que siempre se inmoviliza en el momento exacto en que es necesario realizar
               algún  esfuerzo  especial.  Podía  haber  eliminado  a  la  muchacha  morena  sólo
               con haber actuado rápida y eficazmente; pero precisamente por lo extremo del

               peligro en que se hallaba había perdido la facultad de actuar. Le sorprendió
               que en los momentos de crisis no estemos luchando nunca contra un enemigo
               externo, sino siempre contra nuestro propio cuerpo. Incluso ahora, a pesar de
               la ginebra, la sorda molestia de su vientre le impedía pensar ordenadamente. Y
               lo mismo ocurre en todas las situaciones aparentemente heroicas o trágicas. En
               el campo de batalla, en la cámara de las torturas, en un barco que naufraga, se
               olvida  siempre  por  qué  se  debate  uno  ya  que  el  cuerpo  acaba  llenando  el

               universo, e incluso cuando no estamos paralizados por el miedo o chillando de
               dolor, la vida es una lucha de cada momento contra el hambre, el frío o el
               insomnio, contra un estómago dolorido o un dolor de muelas.

                   Abrió el Diario. Era importante escribir algo. La mujer de la telepantalla
               había  empezado  una  nueva  canción.  Su  voz  sé  le  clavaba  a  Winston  en  el
               cerebro como pedacitos de vidrio. Procuró pensar en O'Brien, a quien dirigía

               su Diario, pero en vez de ello, empezó a pensar en las cosas que le sucederían
               cuando lo detuviera la Policía del Pensamiento. No importaba que lo matasen
               a  uno  en  seguida.  Esa  muerte  era  la  esperada.  Pero  antes  de  morir  (nadie
               hablaba de estas cosas aunque nadie las ignoraba) había que pasar por la rutina
               de  la  confesión:  arrastrarse  por  el  suelo,  gritar  pidiendo  misericordia,  el
               chasquido  de  los  huesos  rotos,  los  dientes  partidos  y  los  mechones

               ensangrentados de pelo. ¿Para qué sufrir todo esto si el fin era el mismo? ¿Por
               qué  no  ahorrarse  todo  esto?  Nadie  escapaba  a  la  vigilancia  ni  dejaba  de
               confesar.  El  culpable  de  crimental  estaba  completamente  seguro  de  que  lo
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