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Tuerces a la izquierda, luego a la derecha y otra vez a la izquierda. Y al
               portillo le falta una barra.

                   —Sí. ¿A qué hora?

                   —Hacia  las  quince.  A  lo  mejor  tienes  que  esperar.  Yo  llegaré  por  otro
               camino. ¿Te acordarás bien de todo?

                   —Sí.

                   —Entonces, márchate de mi lado lo más pronto que puedas.

                   No necesitaba habérselo dicho. Pero, por lo pronto, no se podía mover. Los

               camiones  no  dejaban  de  pasar  y  la  gente  no  se  cansaba  de  expresar  su
               entusiasmo. Aunque es verdad que solamente lo expresaban abriendo la boca
               en  señal  de  estupefacción.  Al  principio  había  habido  algunos  abucheos  y
               silbidos, pero procedían sólo de los miembros del Partido y pronto cesaron. La
               emoción  dominante  era  sólo  la  curiosidad.  Los  extranjeros,  ya  fueran  de

               Eurasia o de Asia Oriental, eran como animales raros. No había manera de
               verlos, sino como prisioneros; e incluso como prisioneros no era posible verlos
               más que unos segundos. Tampoco se sabía qué hacían con ellos aparte de los
               ejecutados públicamente como criminales de guerra. Los demás se esfumaban,
               seguramente  en  los  campos  de  trabajos  forzados.  Los  redondos  rostros
               mongólicos habían dejado paso a los de tipo más europeo, sucios, barbudos y
               exhaustos. Por encima de los salientes pómulos, los ojos de algunos miraban a

               los de Winston con una extraña intensidad y pasaban al instante. El convoy se
               estaba terminando. En el último camión vio Winston a un anciano con la cara
               casi oculta por una masa de cabello, muy erguido y con los puños cruzados
               sobre el pecho. Daba la sensación de estar acostumbrado a que lo ataran. Era
               imprescindible  que  Winston  y  la  chica  se  separaran  ya.  Pero  en  el  último
               momento, mientras que la multitud los seguía apretando el uno contra el otro,

               ella le cogió la mano y se la estrechó.

                   No habría durado aquello más de diez segundos y, sin embargo, parecía
               que sus manos habían estado unidas durante una eternidad. Por lo menos, tuvo
               Winston  tiempo  sobrado  para  aprenderse  de  memoria  todos  los  detalles  de
               aquella mano de mujer. Exploró sus largos dedos, sus uñas bien formadas, la
               palma endurecida por el trabajo con varios callos y la suavidad de la carne

               junto a la muñeca. Sólo con verla la habría reconocido entre todas las manos.
               En  ese  instante  se  le  ocurrió  que  no  sabía  de  qué  color  tenía  ella  los  ojos.
               Probablemente, castaños, pero también es verdad que mucha gente de cabello
               negro  tiene  ojos  azules.  Volver  la  cabeza  y  mirarla  hubiera  sido  una
               imperdonable locura. Mientras había durado aquel apretón de manos invisible
               entre la presión de tanta gente, miraban ambos impasibles adelante y Winston,
               en vez de los ojos de ella, contempló los del anciano prisionero que lo miraban

               con tristeza por entre sus greñas de pelo.
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