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tarde al Centro. Lo más arriesgado había sido volver después de comprar el
Diario sin saber si el dueño de la tienda era de fiar. Sin embargo...
Sí, pensó otra vez, volvería. Compraría más objetos antiguos y bellos.
Compraría el grabado de San Clemente y se lo llevaría a casa sin el marco
escondiéndolo debajo del «mono». Le haría recordar al señor Charrington el
resto de aquel poema. Incluso el desatinado proyecto de alquilar la habitación
del primer piso, le tentó de nuevo. Durante unos cinco segundos, su exaltación
le hizo imprudente y salió a la calle sin asegurarse antes por el escaparate de
que no pasaba nadie. Incluso empezó a tararear con música improvisada.
Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente. Me debes tres
peniques, dicen las...
De pronto pareció helársele el corazón y derretírsele las entrañas. Una
figura en «mono» azul avanzaba hacia él a unos diez metros de distancia. Era
la muchacha del Departamento de Novela, la joven del cabello negro.
Anochecía, pero podía reconocerla fácilmente. Ella lo miró directamente a la
cara y luego apresuró el paso y pasó junto a él como si no lo hubiera visto.
Durante unos cuantos segundos, Winston quedó paralizado. Luego torció a
la derecha y anduvo sin notar que iba en dirección equivocada. De todos
modos, era evidente que la joven lo espiaba. Tenía que haberlo seguido hasta
allí, pues no podía creerse que por pura casualidad hubiera estado paseando en
la misma tarde por la misma callejuela oscura a varios kilómetros de distancia
de todos los barrios habitados por los miembros del Partido. Era una
coincidencia demasiado grande. Que fuera una agente de la Policía del
Pensamiento o sólo una espía aficionada que actuase por oficiosidad, poco
importaba. Bastaba con que estuviera vigilándolo. Probablemente, lo había
visto también en la taberna.
Le costaba gran trabajo andar. El pisapapeles de cristal que llevaba en el
bolsillo le golpeaba el muslo a cada paso y estuvo tentado de arrojarlo muy
lejos. Lo peor era que le dolía el vientre. Por unos instantes tuvo la seguridad
de que se moriría si no encontraba en seguida un retrete público, pero en un
barrio como aquél no había tales comodidades. Afortunadamente, se le
pasaron esas angustias quedándole sólo un sordo dolor.
La calle no tenía salida. Winston se detuvo, preguntándose qué haría. Mas
hizo lo único que le era posible, volver a recorrerla hasta la salida. Sólo hacía
tres minutos que la joven se había cruzado con él, y si corría, podría
alcanzarla. Podría seguirla hasta algún sitio solitario y romperle allí el cráneo
con una piedra. Le bastaría con el pisapapeles. Pero abandonó en seguida esta
idea, ya que le era intolerable realizar un esfuerzo físico. No podía correr ni
dar el golpe. Además, la muchacha era joven y vigorosa y se defendería bien.
Se le ocurrió también acudir al Centro Comunal y estarse allí hasta que