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—¿A qué hora sales del trabajo?

                   —Dieciocho treinta.

                   —¿Dónde podemos vernos?

                   —En la Plaza de la Victoria, cerca del Monumento.

                   —Hay muchas telepantallas allí.

                   —No importa, porque hay mucha circulación.

                   —¿Alguna señal?

                   —No. No te acerques hasta que no me veas entre mucha gente. Y no me

               mires. Sigue andando cerca de mí.

                   —¿A qué hora?

                   —A las diecinueve.

                   —Muy bien.

                   Ampleforth  no  vio  a  Winston  y  se  sentó  en  otra  mesa.  No  volvieron  a
               hablar y, en lo humanamente posible entre dos personas sentadas una frente a
               otra  y  en  la  misma  mesa,  no  se  miraban.  La  joven  acabó  de  comer  a  toda

               velocidad y se marchó. Winston se quedó fumando un cigarrillo.

                   Antes de la hora convenida estaba Winston en la Plaza de la Victoria. Dio
               vueltas en torno a la enorme columna en lo alto de la cual la estatua del Gran
               Hermano  miraba  hacia  el  Sur,  hacia  los  cielos  donde  había  vencido  a  los
               aviones  eurasiáticos  (pocos  años  antes,  los  vencidos  fueron  los  aviones  de
               Asia Oriental), en la batalla de la Primera Franja Aérea. En la calle de enfrente

               había  una  estatua  ecuestre  cuyo  jinete  representaba,  según  decían,  a  Oliver
               Cromwell.  Cinco  minutos  después  de  la  hora  que  fijaron,  aún  no  se  había
               presentado  la  muchacha.  Otra  vez  le  entró  a  Winston  un  gran  pánico.  ¡No
               venía!  ¡Había  cambiado  de  idea!  Se  dirigió  lentamente  hacia  el  norte  de  la
               plaza y tuvo el placer de identificar la iglesia de San Martín, cuyas campanas
               —cuando  existían—  habían  cantado  aquello  de  «me  debes  tres  peniques».
               Entonces vio a la chica parada al pie del monumento, leyendo o fingiendo que

               leía un cartel arrollado a la columna en espiral. No era prudente acercarse a
               ella hasta que se hubiera acumulado más gente. Había telepantallas en todo el
               contorno del monumento. Pero en aquel mismo momento se produjo una gran
               gritería y el ruido de unos vehículos pesados que venían por la izquierda. De
               pronto,  todos  cruzaron  corriendo  la  plaza.  La  joven  dio  la  vuelta  ágilmente
               junto  a  los  leones  que  formaban  la  base  del  monumento  y  se  unió  a  la

               desbandada. Winston la siguió. Al correr, le oyó decir a alguien que un convoy
               de prisioneros eurasiáticos pasaba por allí cerca.

                   Una densa masa de gente bloqueaba el lado sur de la plaza. Winston, que
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