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matarían antes o después. ¿Para qué, pues, todo ese horror que nada alteraba?

                   Por fin, consiguió evocar la imagen de O'Brien. «Nos encontraremos en el
               sitio donde no hay oscuridad», le había dicho O'Brien en el sueño. Winston
               sabía  lo  que  esto  significaba,  o  se  figuraba  saberlo.  El  lugar  donde  no  hay
               oscuridad era el futuro imaginado, que nunca se vería; pero, por adivinación,
               podría  uno  participar  en  él  místicamente.  Con  la  voz  de  la  telepantalla
               zumbándole en los oídos no podía pensar con ilación. Se puso un cigarrillo en

               la boca. La mitad del tabaco se le cayó en la lengua, un polvillo amargo que
               luego no se podía escupir. El rostro del Gran Hermano flotaba en su mente
               desplazando al de O'Brien. Lo mismo que había hecho unos días antes, se sacó
               una moneda del bolsillo y la contempló. El rostro le miraba pesado, tranquilo,
               protector. Pero, ¿qué clase de sonrisa se escondía bajo el oscuro bigote? Las

               palabras de las consignas martilleaban el cerebro de Winston:

                   LA GUERRA ES LA PAZ

                   LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD

                   LA IGNORANCIA ES LA FUERZA

                                                           **






                                                PARTE SEGUNDA




                                                    CAPÍTULO I



                   A media mañana, Winston salió de su cabina para ir a los lavabos.

                   Una  figura  solitaria  avanzaba  hacia  él  desde  el  otro  extremo  del  largo
               pasillo  brillantemente  iluminado.  Era  la  muchacha  morena.  Habían  pasado
               cuatro días desde la tarde en que se la había encontrado cerca de la tienda. Al
               acercarse, vio Winston que la joven llevaba en cabestrillo el brazo derecho. De

               lejos no se había fijado en ello porque las vendas tenían el mismo color que el
               «mono». Probablemente, se habría aplastado la mano para hacer girar uno de
               los grandes calidoscopios donde se fabricaban los argumentos de las novelas.
               Era un accidente que ocurría con frecuencia en el Departamento de Novela.

                   Estaban separados todavía por cuatro metros cuando la joven dio un traspié
               y se cayó de cara al suelo exhalando un grito de dolor. Por lo visto, había caído

               sobre el brazo herido. Winston se paró en seco. La muchacha logró ponerse de
               rodillas. Tenía la cara muy pálida y los labios, por contraste, más rojos que
               nunca. Clavó los ojos en Winston con una expresión desolada que más parecía
               de miedo que de dolor.
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