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procedimiento para entregar sus mensajes, pero podía tener sus razones para
ello. Lo escrito en el papel podía ser una amenaza, una orden de suicidarse,
una trampa... Pero había otra posibilidad, aunque Winston trataba de
convencerse de que era una locura: que este mensaje no viniera de la Policía
del Pensamiento, sino de alguna organización clandestina. ¡Quizás existiera
una Hermandad! ¡Quizás fuera aquella muchacha uno de sus miembros! La
idea era absurda, pero se le había ocurrido en el mismo instante en que sintió
el roce del papel en su mano. Hasta unos minutos después no pensó en la otra
posibilidad, mucho más sensata. E incluso ahora, aunque su cabeza le decía
que el mensaje significaría probablemente la muerte, no acababa de creerlo y
persistía en él la disparatada esperanza. Le latía el corazón y le costaba un
gran esfuerzo conseguir que no le temblara la voz mientras murmuraba las
cantidades en el hablescribe.
Cuando terminó, hizo un rollo con sus papeles y los introdujo en el tubo
neumático. Habían pasado ocho minutos. Se ajustó las gafas sobre la nariz,
suspiró y se acercó el otro montón de hojas que había de examinar. Encima
estaba el papelito doblado. Lo desdobló; en él había escritas estas palabras con
letra impersonal:
Te quiero.
Winston se quedó tan estupefacto que ni siquiera tiró aquella prueba
delictiva en el «agujero de la memoria». Cuando por fin, reaccionando, se
dispuso a hacerlo, aunque sabía muy bien cuánto peligro había en manifestar
demasiado interés por algún papel escrito, volvió a leerlo antes para
convencerse de que no había soñado.
Durante el resto de la mañana, le fue muy difícil trabajar. Peor aún que
fijar su mente sobre las tareas habituales, era la necesidad de ocultarle a la
telepantalla su agitación interior. Sintió como si le quemara un fuego en el
estómago. La comida en la atestada y ruidosa cantina le resultó un tormento.
Había esperado hallarse un rato solo durante el almuerzo, pero tuvo la mala
suerte de que el imbécil de Parsons se le colocara a su lado y le soltara una
interminable sarta de tonterías sobre los preparativos para la Semana del Odio.
Lo que más le entusiasmaba a aquel simple era un modelo en cartón de la
cabeza del Gran Hermano, de dos metros de anchura, que estaban preparando
en el grupo de Espías al que pertenecía la niña de Parsons. Lo más irritante era
que Winston apenas podía oír lo que decía Parsons y tenía que rogarle
constantemente que repitiera las estupideces que acababa de decir. Por un
momento, divisó a la chica morena, que estaba en una mesa con otras dos
compañeras al otro extremo de la estancia. Pareció no verle y él no volvió a
mirar en aquella dirección.
La tarde fue más soportable. Después de comer recibió un delicado y