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todavía unos tres metros. Bastaban dos segundos para reunirse, pero entonces
sonó una voz detrás de él: «¡Smith!». Winston hizo como que no oía. Entonces
la voz repitió más alto: «¡Smith!». Era inútil hacerse el tonto. Se volvió. Un
muchacho llamado Wilsher, a quien apenas conocía Winston, le invitaba
sonriente a sentarse en un sitio vacío junto a él. No era prudente rechazar esta
invitación. Después de haber sido reconocido, no podía ir a sentarse junto a
una muchacha sola. Quedaría demasiado en evidencia. Haciendo de tripas
corazón, le sonrió amablemente al muchacho, que le miraba con un rostro
beatífico. Winston, como en una alucinación, se veía a sí mismo partiéndole la
cara a aquel estúpido con un hacha. La mesa donde estaba ella se llenó a los
pocos minutos.
Por lo menos, la joven tenía que haberlo visto ir hacia ella y se habría dado
cuenta de su intención. Al día siguiente, tuvo buen cuidado de llegar
temprano. Allí estaba ella, exactamente, en la misma mesa y otra vez sola. La
persona que precedía a Winston en la cola era un hombrecillo nervioso con
una cara aplastada y ojos suspicaces. Al alejarse Winston del mostrador, vio
que aquel hombre se dirigía hacia la mesa de ella. Sus esperanzas se vinieron
abajo. Había un sitio vacío una mesa más allá, pero algo en el aspecto de aquel
tipejo le convenció a Winston de que éste no se instalaría en la mesa donde no
había nadie para evitarse la molestia de verse obligado a soportar a los
desconocidos que luego se quisieran sentar allí. Con verdadera angustia, lo
siguió Winston. De nada le serviría sentarse con ella si alguien más los
acompañaba. En aquel momento, hubo un ruido tremendo. El hombrecillo se
había caído de bruces y la bandeja salió volando derramándose la sopa y el
café. Se puso en pie y miró ferozmente a Winston. Evidentemente, sospechaba
que éste le había puesto la zancadilla. Pero daba lo mismo porque poco
después, con el corazón galopándole, se instalaba Winston junto a la
muchacha.
No la miró. Colocó en la mesa el contenido de su bandeja y empezó a
comer. Era importantísimo hablar en seguida antes de que alguna otra persona
se uniera a ellos. Pero le invadía un miedo terrible. Había pasado una semana
desde que la joven se había acercado a él. Podía haber cambiado de idea, es
decir, tenía que haber cambiado de idea. Era imposible que este asunto
terminara felizmente; estas cosas no suceden en la vida real, y probablemente
no habría llegado a hablarle si en aquel momento no hubiera visto a
Ampleforth, el poeta de orejas velludas, que andaba de un lado a otro
buscando sitio. Era seguro que Àmpleforth, que conocía bastante a Winston,
se sentaría en su mesa en cuanto lo viera. Tenía, pues, un minuto para actuar.
Tanto él como la muchacha comían rápidamente. Era una especie de guiso
muy caldoso de habas. En voz muy baja, empezó Winston a hablar. No se
miraban. Se llevaban a la boca la comida y entre cucharada y cucharada se
decían las palabras indispensables en voz baja e inexpresiva.