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Una curiosa emoción conmovió a Winston. Frente a él tenía a la enemiga
               que procuraba su muerte. Frente a él, también, había una criatura humana que
               sufría y que quizás se hubiera partido el hueso de la nariz. Se acercó a ella
               instintivamente, para ayudarla. Winston había sentido el dolor de ella en su
               propio cuerpo al verla caer con el brazo vendado.

                   —¿Estás herida? —le dijo.


                   —No es nada. El brazo. Estaré bien en seguida.

                   Hablaba como si le saltara el corazón. Estaba temblando y palidísima.

                   —¿No te has roto nada?

                   —No, estoy bien. Me dolió un momento nada más.

                   Le tendió a Winston su mano libre y él la ayudó a levantarse. Le había
               vuelto algo de color y parecía hallarse mucho mejor.

                   —No  ha  sido  nada  —repitió  poco  después—.  Lo  que  me  dolió  fue  la
               muñeca. ¡Gracias, camarada!

                   Y sin más, continuó en la dirección que traía con paso tan vivo como si

               realmente no le hubiera sucedido nada. El incidente no había durado más de
               medio minuto. Era un hábito adquirido por instinto ocultar los sentimientos, y
               además  cuando  ocurrió  aquello  se  hallaban  exactamente  delante  de  una
               telepantalla. Sin embargo, a Winston le había sido muy difícil no traicionarse y
               manifestar una sorpresa momentánea, pues en los dos o tres segundos en que

               ayudó  a  la  joven  a  levantarse,  ésta  le  había  deslizado  algo  en  la  mano.
               Evidentemente, lo había hecho a propósito. Era un pequeño papel doblado. Al
               pasar por la puerta de los lavabos, se lo metió en el bolsillo.

                   Mientras estuvo en el urinario, se las arregló para desdoblarlo dentro del
               bolsillo.  Desde  luego,  tenía  que  haber  algún  mensaje  en  ese  papel.  Estuvo
               tentado de entrar en uno de los waters y leerlo allí. Pero eso habría sido una
               locura. En ningún sitio vigilaban las telepantallas con más interés que en los

               retretes.

                   Volvió a su cabina; sentóse, arrojó el pedazo de papel entre los demás de
               encima  de  la  mesa,  se  puso  las  gafas  y  se  acercó  al  hablescribe.  «¡Todavía
               cinco  minutos!  —se  dijo  a  sí  mismo—,  ¡por  lo  menos  cinco  minutos!»  Le
               galopaba el corazón en el pecho con aterradora velocidad. Afortunadamente,
               el trabajo que estaba realizando era de simple rutina —la rectificación de una

               larga lista de números— y no necesitaba fijar la atención.

                   Las  palabras  contenidas  en  el  papel  tendrían  con  toda  seguridad  un
               significado político. Había dos posibilidades, calculaba Winston. Una, la más
               probable, era que la chica fuera un agente de la Policía del Pensamiento, como
               él  temía.  No  sabía  por  qué  empleaba  la  Policía  del  Pensamiento  ese
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