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monumentos y de la arquitectura. Las estatuas, inscripciones, lápidas, los
nombres de las calles, todo lo que pudiera arrojar alguna luz sobre el pasado,
había sido alterado sistemáticamente.
—No sabía que había sido una iglesia —dijo Winston.
—En realidad, hay todavía muchas de ellas aunque se han dedicado a otros
fines —le aclaró el dueño de la tienda—. Ahora recuerdo otro verso:
Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente, me debes tres
peniques, dicen las campanas de San Martín.
—No puedo recordar más versos.
—¿Dónde estaba San Martín? —dijo Winston.
—¿San Martín? Está todavía en pie. Sí, en la Plaza de la Victoria, junto al
Museo de Pinturas. Es una especie de porche triangular con columnas y
grandes escalinatas.
Winston conocía bien aquel lugar. El edificio se usaba para propaganda de
varias clases: exposiciones de maquetas de bombas cohete y de fortalezas
volantes, grupos de figuras de cera que ilustraban las atrocidades del enemigo
y cosas por el estilo.
—San Martín de los Campos, como le llamaban —aclaró el otro—, aunque
no recuerdo que hubiera campos por esa parte.
Winston no compró el cuadro. Hubiera sido una posesión aún más
incongruente que el pisapapeles de cristal e imposible de llevar a casa a no ser
que le hubiera quitado el marco. Pero se quedó unos minutos más hablando
con el dueño, cuyo nombre no era Weeks —como él había supuesto por el
rótulo de la tienda—, sino Charrington. El señor Charrington era viudo, tenía
sesenta y tres años y había habitado en la tienda desde hacía treinta. En todo
este tiempo había pensado cambiar el nombre que figuraba en el rótulo, pero
nunca había llegado a convencerse de la necesidad de hacerlo. Durante toda su
conversación, la canción medio recordada le zumbaba a Winston en la cabeza.
Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente; me debes tres
peniques, dicen las campanas de San Martín. Era curioso que al repetirse esos
versos tuviera la sensación de estar oyendo campanas, las campanas de un
Londres desaparecido o que existía en alguna parte. Winston, sin embargo, no
recordaba haber oído campanas en su vida.
Salió de la tienda del señor Charrington. Se había adelantado a él desde el
piso de arriba. No quería que lo acompañase hasta la puerta para que no se
diera cuenta de que reconocía la calle por si había alguien. En efecto, había
decidido volver a visitar la tienda cuando pasara un tiempo prudencial; por
ejemplo, un mes. Después de todo, esto no era más peligroso que faltar una