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cristal no se parecía a ninguno de los que él había visto. Era de una suavidad
               extraordinaria, con reflejos acuosos. Era el coral doblemente atractivo por su
               aparente inutilidad, aunque Winston pensó que en tiempos lo habían utilizado
               como  pisapapeles.  Pesaba  mucho,  pero  afortunadamente,  no  le  abultaba
               demasiado  en  el  bolsillo.  Para  un  miembro  del  Partido  era  comprometedor
               llevar una cosa como aquélla. Todo lo antiguo, y mucho más lo que tuviera

               alguna belleza, resultaba vagamente sospechoso. El dueño de la tienda pareció
               alegrarse  mucho  de  cobrar  los  cuatro  dólares.  Winston  comprendió  que  se
               habría contentado con tres e incluso con dos.

                   —Arriba  tengo  otra  habitación  que  quizás  le  interesara  a  usted  ver  —le
               propuso—.  No  hay  gran  cosa  en  ella,  pero  tengo  dos  o  tres  piezas...
               Llevaremos una luz.

                   Encendió otra lámpara y agachándose subió lentamente por la empinada

               escalera,  de  peldaños  medio  rotos.  Luego  entraron  por  un  pasillo  estrecho
               siguiendo hasta una habitación que no daba a la calle, sino a un patio y a un
               bosque de chimeneas: Winston notó que los muebles estaban dispuestos como
               si fuera a vivir alguien en el cuarto. Había una alfombra en el suelo, un cuadro
               o dos  en  las  paredes,  y  un  sillón  junto  a  la  chimenea.  Un  antiguo  reloj  de
               cristal, en cuya esfera figuraban las doce horas, estilo antiguo, emitía su tictac

               desde la repisa de la chimenea. Bajo la ventana y ocupando casi la cuarta parte
               de la estancia había una enorme cama con el colchón descubierto.

                   —Aquí  vivíamos  hasta  que  murió  mi  mujer  —dijo  el  vendedor
               disculpándose—. Voy vendiendo los muebles poco a poco. Ésa es una preciosa
               cama de caoba. Lo malo son las chinches. Si hubiera manera de acabar con
               ellas...

                   Sostenía la lámpara lo más alto posible para iluminar toda la habitación y a

               su débil luz resultaba aquel sitio muy acogedor. A Winston se le ocurrió pensar
               que sería muy fácil alquilar este cuarto por unos cuantos dólares a la semana si
               se decidiera a correr el riesgo. Era una idea descabellada, desde luego, pero el
               dormitorio  había  despertado  en  él  una  especie  de  nostalgia,  un  recuerdo
               ancestral. Le parecía saber exactamente lo que se experimentaba al reposar en
               una  habitación  como  aquélla,  hundido  en  un  butacón  junto  al  fuego  de  la

               chimenea  mientras  se  calentaba  la  tetera  en  las  brasas.  Allí  solo,
               completamente seguro, sin nadie más que le vigilara a uno, sin voces que le
               persiguieran ni más sonido que el murmullo de la tetera y el amable tic-tac del
               reloj.

                   —¡No hay telepantalla! —se le escapó en voz baja.

                   —Ah  —dijo  el  hombre—.  Nunca  he  tenido  esas  cosas.  Son  demasiado
               caras. Además no veo la necesidad... Fíjese en esa mesita de aquella esquina.

               Aunque,  naturalmente,  tendría  usted  que  poner  nuevos  goznes  si  quisiera
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