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crema» solían llamarle. Por lo menos hace cincuenta años que no se ha vuelto
               a fabricar un papel como ése —miró a Winston por encima de sus gafas—.
               ¿Puedo servirle en algo especial? ¿O sólo quería usted echar un vistazo?

                   —Pasaba por aquí —dijo Winston vagamente—. He entrado a mirar estas
               cosas. No deseo nada concreto.

                   —Me alegro —dijo el otro— porque no creo que pudiera haberle servido.

               —Hizo  un  gesto  de  disculpa  con  su  fina  mano  derecha—.  Ya  ve  usted;  la
               tienda está casi vacía. Entre nosotros, le diré que el negocio de antigüedades
               está casi agotado. Ni hay clientes ni disponemos de género. Los muebles, los
               objetos  de  porcelana  y  de  cristal...  todo  eso  ha  ido  desapareciendo  poco  a
               poco,  y  los  hierros  artísticos  y  demás  metales  han  sido  fundidos  casi  en  su
               totalidad.  No  he  vuelto  a  ver  un  candelabro  de  bronce  desde  hace  muchos
               años.


                   En efecto, el interior de la pequeña tienda estaba atestado de objetos, pero
               casi ninguno de ellos tenía el más pequeño valor. Había muchos cuadros que
               cubrían por completo las paredes. En el escaparate se exhibían portaplumas
               rotos, cinceles mellados, relojes mohosos que no pretendían funcionar y otras
               baratijas.  Sólo  en  una  mesita  de  un  rincón  había  algunas  cosas  de  interés:
               cajitas  de  rapé,  broches  de  ágata,  etc.  Al  acercarse  Winston  a  esta  mesa  le
               sorprendió un objeto redondo y brillante que cogió para examinarlo.


                   Era un trozo de cristal en forma de hemisferio. Tenía una suavidad muy
               especial,  tanto  por  su  color  como  por  la  calidad  del  cristal.  En  su  centro,
               aumentado por la superficie curvada, se veía un objeto extraño que recordaba
               a una rosa o una anémona.

                   —¿Qué es esto? —dijo Winston, fascinado.

                   —Eso es coral —dijo el hombre—. Creo que procede del Océano Índico.
               Solían engarzarlo dentro de una cubierta de cristal. Por lo menos hace un siglo

               que lo hicieron. Seguramente más, a juzgar por su aspecto.

                   —Es de una gran belleza —dijo Wínston.

                   —De una gran belleza, sí, señor —repitió el otro con tono de entendido—.
               Pero hoy día no hay muchas personas que lo sepan reconocer —carraspeó—.
               Si usted quisiera comprarlo, le costaría cuatro dólares. Recuerdo el tiempo en
               que una cosa como ésta costaba ocho libras, y ocho libras representaban... en

               fin, no sé exactamente cuánto; desde luego, muchísimo dinero. Pero ¿quién se
               preocupa hoy por las antigüedades auténticas, por las pocas que han quedado?

                   Winston pagó inmediatamente los cuatro dólares y se guardó el codiciado
               objeto en el bolsillo. Lo que le atraía de él no era tanto su belleza como el aire
               que tenía de pertenecer a una época completamente distinta de la actual. Aquel
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