Page 66 - 1984
P. 66

minutos  sentado  contemplando  su  vaso  vacío  y,  casi  sin  darse  cuenta,  se
               encontró otra vez en la calle. Dentro de veinte años, a lo más —pensó—, la
               inmensa y sencilla pregunta «¿Era la vida antes de la Revolución mejor que
               ahora?»  dejaría  de  tener  sentido  por  completo.  Pero  ya  ahora  era  imposible
               contestarla,  puesto  que  los  escasos  supervivientes  del  mundo  antiguo  eran
               incapaces  de  comparar  una  época  con  otra.  Recordaban  un  millón  de  cosas

               insignificantes, una pelea con un compañero de trabajo, la búsqueda de una
               bomba de bicicleta que habían perdido, la expresión habitual de una hermana
               fallecida hacía muchos años, los torbellinos de polvo que se formaron en una
               mañana tormentosa hace setenta años... pero todos los hechos trascendentales
               quedaban fuera del radio de su atención. Eran como las hormigas, que pueden
               ver los objetos pequeños, pero no los grandes. Y cuando la memoria fallaba y
               los testimonios escritos eran falsificados, las pretensiones del Partido de haber

               mejorado  las  condiciones  de  la  vida  humana  tenían  que  ser  aceptadas
               necesariamente porque no existía ni volvería nunca a existir un nivel de vida
               con el cual pudieran ser comparadas.

                   En aquel momento el fluir de sus pensamientos se interrumpió de repente.
               Se detuvo y levantó la vista. Se hallaba en una calle estrecha con unas cuantas
               tiendecitas oscuras salpicadas entre casas de vecinos. Exactamente encima de

               su cabeza pendían unas bolas de metal descoloridas que habían sido doradas.
               Conocía  este  sitio.  Era  la  tienda  donde  había  comprado  el  Diario.  Sintió
               miedo. Ya había sido bastante arriesgado comprar el libro y se había jurado a
               sí mismo no aparecer nunca más por allí. Sin embargo, en cuanto permitió a
               sus pensamientos que corrieran en libertad, le habían traído sus pies a aquel
               mismo sitio. Precisamente, había iniciado su Diario para librarse de impulsos

               suicidas como aquél. Al mismo tiempo, notó que aunque eran las veintiuna
               seguía abierta la tienda. Creyendo que sería más prudente estar oculto dentro
               de  la  tienda  que  a  la  vista  de  todos  en  medio  de  la  calle,  entró.  Si  le
               preguntaban podía decir que andaba buscando hojas de afeitar.

                   El dueño acababa de encender una lámpara de aceite que echaba un olor
               molesto, pero tranquilizador. Era un hombre de unos sesenta años, de aspecto

               frágil, y un poco encorvado, con una nariz larga y simpática y ojos de suave
               mirar a pesar de las gafas de gruesos cristales. Su cabello era casi blanco, pero
               las cejas, muy pobladas, se conservaban negras. Sus gafas, sus movimientos
               acompasados y el hecho de que llevaba una vieja chaqueta de terciopelo negro
               le daban un cierto aire intelectual como si hubiera sido un hombre de letras o
               quizás  un  músico.  De  voz  suave,  algo  apagada,  tenía  un  acento  menos
               marcado que la mayoría de los proles.


                   —Le  reconocí  a  usted  cuando  estaba  ahí  fuera  parado  —dijo
               inmediatamente—.  Usted  es  el  caballero  que  me  compró  aquel  álbum  para
               regalárselo, seguramente, a alguna señorita. Era de muy buen papel. «Papel
   61   62   63   64   65   66   67   68   69   70   71