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hablar  sin  miedo  a  ser  oídos.  Era  terriblemente  peligroso,  pero  no  había
               telepantalla en la habitación. De esto se había asegurado Winston en cuanto
               entró.

                   —Debe  usted  de  haber  visto  grandes  cambios  desde  que  era  usted  un
               muchacho —empezó a explorar Winston.

                   La pálida mirada azul del viejo recorrió el local como si fuera allí donde

               los cambios habían ocurrido.

                   —La cerveza era mejor —dijo por último—; y más barata. Cuando yo era
               un jovencito, la cerveza costaba cuatro peniques los tres cuartos. Eso era antes
               de la guerra, naturalmente.

                   —¿Qué guerra era ésa? —preguntó Winston.

                   —Siempre hay alguna guerra —dijo el anciano con vaguedad. Levantó el
               vaso y brindó—: ¡A su salud, caballero!

                   En  su  delgada  garganta  la  nuez  puntiaguda  hizo  un  movimiento  de

               sorprendente  rapidez  arriba  y  abajo  y  la  cerveza  desapareció.  Winston  se
               acercó al mostrador y volvió con otros dos medios litros.

                   —Usted es mucho mayor que yo —dijo Winston—. Cuando yo nací sería
               usted ya un hombre hecho y derecho. Usted puede recordar lo que pasaba en
               los tiempos anteriores a la Revolución; en cambio, la gente de mi edad no sabe
               nada de esa época. Sólo podemos leerlo en los libros, y lo que dicen los libros
               puede no ser verdad. Me gustaría saber su opinión sobre esto. Los libros de

               historia dicen que la vida anterior a la Revolución era por completo distinta de
               la de ahora. Había una opresión terrible, injusticias, pobreza... en fin, que no
               puede  uno  imaginar  siquiera  lo  malo  que  era  aquello.  Aquí,  en  Londres,  la
               gran masa de gente no tenía qué comer desde que nacían hasta que morían. La
               mitad  de  aquellos  desgraciados  no  tenían  zapatos  que  ponerse.  Trabajaban

               doce horas al día, dejaban de estudiar a los nueve años y en cada habitación
               dormían diez personas. Y a la vez había algunos individuos, muy pocos, sólo
               unos  cuantos  miles  en  todo  el  mundo,  los  capitalistas,  que  eran  ricos  y
               poderosos.  Eran  dueños  de  todo.  Vivían  en  casas  enormes  y  suntuosas  con
               treinta criados, sólo se movían en autos y coches de cuatro caballos, bebían
               champán y llevaban sombrero de copa.

                   El viejo se animó de pronto.

                   —¡Sombreros  de  copa!  —exclamó—.  Es  curioso  que  los  nombre  usted.

               Ayer mismo pensé en ellos no sé por qué. Me acordé de cuánto tiempo hace
               que no se ve un sombrero de copa. Han desaparecido por completo. La última
               vez que llevé uno fue en el entierro de mi cuñada. Y aquello fue... pues por lo
               menos hace cincuenta años, aunque la fecha exacta no puedo saberla. Claro,
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