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ya comprenderá usted que lo alquilé para aquella ocasión...

                   —Lo de los sombreros de copa no tiene gran importancia —dijo Winston
               con  paciencia—.  Pero  estos  capitalistas  —ellos,  unos  cuantos  abogados  y
               sacerdotes y los demás auxiliares que vivían de ellos— eran los dueños de la
               tierra.  Todo  lo  que  existía  era  para  ellos.  Ustedes,  la  gente  corriente,  los
               trabajadores, eran sus esclavos. Los capitalistas podían hacer con ustedes lo
               que  quisieran.  Por  ejemplo,  mandarlos  al  Canadá  como  ganado.  Si  se  les

               antojaba, se podían acostar con las hijas de ustedes. Y cuando se enfadaban,
               los  azotaban  a  ustedes  con  un  látigo  llamado  el  gato  de  nueve  colas.  Si  se
               encontraban ustedes a un capitalista por la calle, tenían que quitarse la gorra.
               Cada capitalista salía acompañado por una pandilla de lacayos que...

                   —¡Lacayos!  Ahí  tiene  usted  una  palabra  que  no  he  oído  desde  hace
               muchísimos  años.  ¡Lacayos!  Eso  me  recuerda  muchas  cosas  pasadas.  Hará
               medio  siglo  aproximadamente,  solía  pasear  yo  a  veces  por  Hyde  Park  los

               domingos por la tarde para escuchar a unos tipos que pronunciaban discursos:
               Ejército de salvación, católicos, judíos, indios... En fin, allí había de todo. Y
               uno de ellos..., no puedo recordar el nombre, pero era un orador de primera, no
               hacía  más  que  gritar:  «¡Lacayos,  lacayos  de  la  burguesía!  ¡Esclavos  de  las
               clases  dirigentes!».  Y  también  le  gustaba  mucho  llamarlos  parásitos  y  a  los

               otros les llamaba hienas. Sí, una palabra algo así como hiena. Claro que se
               refería al Partido laborista, ya se hará usted cargo.

                   Winston tenía la sensación de que cada uno de ellos estaba hablando por su
               cuenta. Debía orientar un poco la conversación:

                   —Lo que yo quiero saber es si le parece a usted que hoy día tenemos más
               libertad que en la época de usted. ¿Le tratan a usted más como un ser humano?
               En el pasado, los ricos, los que estaban en lo alto...


                   —La Cámara de los Lores —evocó el viejo.

                   —Bueno,  la  Cámara  de  los  Lores.  Le  pregunto  a  usted  si  esa  gente  le
               trataba como a un inferior por el simple hecho de que ellos eran ricos y usted
               pobre. Por ejemplo, ¿es cierto que tenía usted que quitarse la gorra y llamarles
               «señor» cuando se los cruzaba usted por la calle?

                   El  hombre  reflexionó  profundamente.  Antes  de  contestar  se  bebió  un
               cuarto de litro de cerveza.


                   —Sí —dijo por fin—. Les gustaba que uno se llevara la mano a la gorra.
               Era  una  señal  de  respeto.  Yo  no  estaba  conforme  con  eso,  pero  lo  hacía
               muchas veces. No tenía más remedio.

                   —¿Y era habitual —tenga usted en cuenta que estoy repitiendo lo que he
               leído en nuestros libros de texto para las escuelas—, era habitual en aquella
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