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costumbre, no había ninguna prohibición concreta de hablar con los proles y

               frecuentar sus tabernas, pero no podía pasar inadvertido ya que era rarísimo
               que alguien lo hiciera. Si aparecía alguna patrulla, Winston podría decir que se
               había sentido mal, pero no lo iban a creer. Empujó la puerta y le dio en la cara
               un repugnante olor a queso y a cerveza agria. Al entrar él, las voces casi se
               apagaron. Todos los presentes le miraban su «mono» azul. Unos individuos

               que  jugaban  al  blanco  con  unos  dardos  se  interrumpieron  durante  medio
               minuto. El viejo al que él había seguido estaba acodado en el bar discutiendo
               con el barman, un joven corpulento de nariz ganchuda y enormes antebrazos.
               Otros clientes, con vasos en la mano, contemplaban la escena.

                   —¿Vas a decirme que no puedes servirme una pinta de cerveza? —decía el
               viejo.

                   —¿Y qué demonios de nombre es ese de «pinta»? —preguntó el tabernero
               inclinándose sobre el mostrador con los dedos apoyados en él.


                   —Escuchad, presume de tabernero y no sabe lo que es una pinta. A éste
               hay que mandarle a la escuela.

                   —Nunca  he  oído  hablar  de  pintas  para  beber.  Aquí  se  sirve  por  litros,
               medios  litros...  Ahí  enfrente  tiene  usted  los  vasos  en  ese  estante  para  cada
               cantidad de líquido.

                   —Cuando yo era joven —insistió el viejo— no bebíamos por litros ni por

               medios litros.

                   —Cuando usted era joven nosotros vivíamos en las copas de los árboles —
               dijo el tabernero guiñándoles el ojo a los otros clientes.

                   Hubo una carcajada general y la intranquilidad causada por la llegada de
               Winston  parecía  haber  desaparecido.  El  viejo  enrojeció,  se  volvió  para
               marcharse,  refunfuñando,  y  tropezó  con  Winston.  Winston  lo  cogió

               deferentemente por el brazo.

                   —¿Me permite invitarle a beber algo? —dijo.

                   —Usted es un caballero —dijo el otro, que parecía no haberse fijado en el
               «mono» azul de Winston—. ¡Una pinta, quiera usted o no quiera! —añadió
               agresivo dirigiéndose al tabernero.

                   Éste llenó dos vasos de medio litro con cerveza negra. La cerveza era la
               única bebida que se podía conseguir en los establecimientos de bebidas de los

               proles. Estos no estaban autorizados a beber cerveza aunque en la práctica se
               la  proporcionaban  con  mucha  facilidad.  El  tiro  al  blanco  con  dardos  estaba
               otra vez en plena actividad y los hombres que bebían en el mostrador discutían
               sobre billetes de lotería. Todos olvidaron durante unos momentos la presencia
               de Winston. Había una mesa debajo de una ventana donde el viejo y él podrían
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