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que los proles concedían una seria atención. Probablemente, había millones de
               proles para quienes la lotería era la principal razón de su existencia. Era toda
               su  delicia,  su  locura,  su  estimulante  intelectual.  En  todo  lo  referente  a  la
               lotería,  hasta  la  gente  que  apenas  sabía  leer  y  escribir  parecía  capaz  de
               intrincados cálculos matemáticos y de asombrosas proezas memorísticas. Toda
               una  tribu  de  proles  se  ganaba  la  vida  vendiendo  predicciones,  amuletos,

               sistemas  para  dominar  el  azar  y  otras  cosas  que  servían  a  los  maniáticos.
               Winston nada tenía que ver con la organización de la lotería, dependiente del
               Ministerio  de  la  Abundancia.  Pero  sabía  perfectamente  (como  cualquier
               miembro del Partido) que los premios eran en su mayoría imaginarios. Sólo se
               pagaban  pequeñas  sumas  y  los  ganadores  de  los  grandes  premios  eran
               personas  inexistentes.  Como  no  había  verdadera  comunicación  entre  una  y
               otra parte de Oceanía, esto resultaba muy fácil.


                   Si había esperanzas, estaba en los proles. Ésta era la idea esencial. Decirlo,
               sonaba  a  cosa  razonable,  pero  al  mirar  aquellos  pobres  seres  humanos,  se
               convertía en un acto de fe. La calle por la que descendía Winston, le despertó
               la  sensación  de  que  ya  antes  había  estado  por  allí  y  que  no  hacía  mucho
               tiempo  fue  una  calle  importante.  Al  final  de  ella  había  una  escalinata  por
               donde  se  bajaba  a  otra  calle  en  la  que  estaba  un  mercadillo  de  legumbres.

               Entonces recordó Winston dónde estaba: en la primera esquina, a unos cinco
               minutos de marcha, estaba la tienda de compraventa donde él había adquirido
               el  libro  en  blanco  donde  ahora  llevaba  su  Diario.  Y  en  otra  tienda  no  muy
               distante, había comprado la pluma y el frasco de tinta.

                   Se detuvo un momento en lo alto de la escalinata. Al otro lado de la calle
               había una sórdida taberna cuyas ventanas parecían cubiertas de escarcha; pero
               sólo era polvo. Un hombre muy viejo con bigotes blancos, encorvado, pero

               bastante activo, empujó la puerta oscilante y entró. Mientras observaba desde
               allí, se le ocurrió a Winston que aquel viejo, que por lo menos debía de tener
               ochenta años, habría sido ya un hombre maduro cuando ocurrió la Revolución.
               Él  y  unos  cuantos  como  él  eran  los  últimos  eslabones  que  unían  al  mundo
               actual  con  el  mundo  desaparecido  del  capitalismo.  En  el  Partido  no  había

               mucha  gente  cuyas  ideas  se  hubieran  formado  antes  de  la  Revolución.  La
               generación  más  vieja  había  sido  barrida  casi  por  completo  en  las  grandes
               purgas de los años cincuenta y sesenta y los pocos que sobrevivieron vivían
               aterrorizados y en una entrega intelectual absoluta. Si vivía aún alguien que
               pudiera contar con veracidad las condiciones de vida en la primera mitad del
               siglo, tenía que ser un prole. De pronto recordó Winston el trozo del libro de
               historia que había copiado en su Diario y le asaltó un impulso loco. Entraría en

               la taberna, trabaría conocimiento con aquel viejo y le interrogaría. Le diría:
               «Cuénteme su vida cuando era usted un muchacho, ¿se vivía entonces mejor
               que ahora o peor?». Precipitadamente, para no tener tiempo de asustarse, bajó
               la  escalinata  y  cruzó  la  calle.  Desde  luego,  era  una  locura.  Como  de
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