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callejuelas infinidad de personas: muchachas en la flor de la edad con bocas

               violentamente pintadas, muchachos que perseguían a las jóvenes, y mujeres de
               cuerpos obesos y bamboleantes, vivas pruebas de lo que serían las muchachas
               cuando  tuvieran  diez  años  más,  ancianos  que  se  movían  dificultosamente  y
               niños  descalzos  que  jugaban  en  los  charcos  y  salían  corriendo  al  oír  los
               irritados chillidos de sus madres. La cuarta parte de las ventanas de la calle

               estaban  rotas  y  tapadas  con  cartones.  La  mayoría  de  la  gente  no  prestaba
               atención  a  Winston.  Algunos  lo  miraban  con  cauta  curiosidad.  Dos
               monstruosas mujeres de brazos rojizos cruzados sobre los delantales, hablaban
               en una de las puertas. Winston oyó algunos retazos de la conversación.

                   —Pues, sí, fui y le dije: «Todo eso está muy bien, pero si hubieras estado
               en mi lugar hubieras hecho lo mismo que yo. Es muy sencillo eso de criticar

               —le dije—, pero tú no tienes los mismos problemas que yo».
                   —Claro —dijo la otra—, ahí está la cosa. Cada uno sabe lo suyo.


                   Estas  voces  estridentes  se  callaron  de  pronto.  Las  mujeres  observaron  a
               Winston con hostil silencio cuando pasó ante ellas. Pero no era exactamente
               hostilidad sino una especie de alerta momentánea como cuando nos cruzamos
               con  un  animal  desconocido.  El  «mono»  azul  del  Partido  no  se  veía  con
               frecuencia en una calle como ésta. Desde luego, era muy poco prudente que lo
               vieran a uno en semejantes sitios a no ser que se tuviera algo muy concreto

               que hacer allí. Las patrullas le detenían a uno en cuanto lo sorprendían en una
               calle  de  proles  y  le  preguntaban:  «¿Quieres  enseñarme  la  documentación
               camarada? ¿Qué haces por aquí? ¿A qué hora saliste del trabajo? ¿Tienes la
               costumbre de tomar este camino para ir a tu casa?», y así sucesivamente. No
               es  que  hubiera  una  disposición  especial  prohibiendo  regresar  a  casa  por  un

               camino  insólito,  mas  era  lo  suficiente  para  hacerse  notar  si  la  Policía  del
               Pensamiento lo descubría.

                   De pronto, toda la calle empezó a agitarse. Hubo gritos de aviso por todas
               partes.  Hombres,  mujeres  y  niños  se  metían  veloces  en  sus  casas  como
               conejos.  Una  joven  salió  como  una  flecha  por  una  puerta  cerca  de  donde
               estaba Winston, cogió a un niño que jugaba en un charco, lo envolvió con el
               delantal y entró de nuevo en su casa; todo ello realizado con increíble rapidez.

               En el mismo instante, un hombre vestido de negro, que había salido de una
               callejuela lateral, corrió hacia Winston señalándole nervioso el cielo.

                   —¡El vapor! —gritó—. Mire, maestro. ¡Échese pronto en el suelo!

                   «El  vapor»  era  el  apodo  que,  no  se  sabía  por  qué,  le  habían  puesto  los
               proles a las bombas cohetes. Winston se tiró al suelo rápidamente. Los proles
               llevaban casi siempre razón cuando daban una alarma de esta clase. Parecían
               poseer  una  especie  de  instinto  que  les  prevenía  con  varios  segundos  de

               anticipación  de  la  llegada  de  un  cohete,  aunque  se  suponía  que  los  cohetes
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