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volaban con más rapidez que el sonido. Winston se protegió la cabeza con los
brazos. Se oyó un rugido que hizo temblar el pavimento, una lluvia de
pequeños objetos le cayó sobre la espalda. Cuando se levantó, se encontró
cubierto con pedazos de cristal de la ventana más próxima. Siguió andando. La
bomba había destruido un grupo de casas de aquella calle doscientos metros
más arriba. En el cielo flotaba una negra nube de humo y debajo otra nube,
ésta de polvo, envolvía las ruinas en torno a las cuales se agolpaba ya una
multitud. Había un pequeño montón de yeso en el pavimento delante de él y
en medio se podía ver una brillante raya roja. Cuando se levantó y se acercó a
ver qué era vio que se trataba de una mano humana cortada por la muñeca.
Aparte del sangriento muñón, la mano era tan blanca que parecía un molde de
yeso. Le dio una patada y la echó a la cloaca, y para evitar la multitud, torció
por una calle lateral a la derecha. A los tres o cuatro minutos estaba fuera de la
zona afectada por la bomba y la sórdida vida del suburbio se había reanudado
como si nada hubiera ocurrido. Eran casi las veinte y los establecimientos de
bebida frecuentados por los proles (les llamaban, con una palabra antiquísima,
«tabernas») estaban llenas de clientes. De sus puertas oscilantes, que se abrían
y cerraban sin cesar, salía un olor mezclado de orines, serrín y cerveza.
En un ángulo formado por una casa de fachada saliente estaban reunidos
tres hombres. El de en medio tenía en la mano un periódico doblado que los
otros dos miraban por encima de sus hombros. Antes ya de acercarse lo
suficiente para ver la expresión de sus caras, pudo deducir Winston, por la
inmovilidad de sus cuerpos, que estaban absortos. Lo que leían era
seguramente algo de mucha importancia. Estaba a pocos pasos de ellos cuando
de pronto se deshizo el grupo y dos de los hombres empezaron a discutir
violentamente. Parecía que estaban a punto de pegarse.
—¿No puedes escuchar lo que te digo? Te aseguro que ningún número
terminado en siete ha ganado en estos catorce meses.
—Te digo que sí.
—No, no ha salido ninguno terminado en siete. En casa los tengo
apuntados todos en un papel desde hace dos años. Nunca dejo de copiar el
número. Y te digo que ningún número ha terminado en siete...
—Sí; un siete ganó. Además, sé que terminaba en cuatro, cero, siete. Fue
en febrero... En la segunda semana de febrero.
—Ni en febrero ni nada. Te digo que lo tengo apuntado.
—Bueno, a ver si lo dejáis —dijo el tercer hombre. Estaban hablando de la
lotería. Winston volvió la cabeza cuando ya estaba a treinta metros de
distancia. Todavía seguían discutiendo apasionadamente. La lotería, que
pagaba cada semana enormes premios, era el único acontecimiento público al