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razón. Los otros estaban equivocados y él no. Había que defender lo evidente.

               El mundo sólido existe y sus leyes no cambian. Las piedras son duras, el agua
               moja, los objetos faltos de apoyo caen en dirección al centro de la Tierra...
               Con la sensación de que hablaba con O'Brien, y también de que anotaba un
               importante axioma, escribió:

                   La  libertad  es  poder  decir  libremente  que  dos  y  dos  son  cuatro.  Si  se
               concede esto, todo lo demás vendrá por sus pasos contados.






                                                  CAPÍTULO VIII




                   Del fondo del pasillo llegaba un aroma a café tostado —café de verdad, no
               café  de  la  Victoria—,  un  aroma  penetrante.  Winston  se  detuvo
               involuntariamente. Durante unos segundos volvió al mundo medio olvidado de
               su infancia. Entonces se oyó un portazo y el delicioso olor quedó cortado tan

               de repente como un sonido.

                   Winston  había  andado  varios  kilómetros  por  las  calles  y  se  le  habían
               irritado sus varices. Era la segunda vez en tres semanas que no había llegado a
               tiempo a una reunión del Centro Comunal, lo cual era muy peligroso ya que el
               número de asistencias al Centro era anotado cuidadosamente. En principio, un
               miembro del Partido no tenía tiempo libre y nunca estaba solo a no ser en la
               cama.  Se  suponía  que,  de  no  hallarse  trabajando,  comiendo,  o  durmiendo,

               estaría participando en algún recreo colectivo. Hacer algo que implicara una
               inclinación a la soledad, aunque sólo fuera dar un paseo, era siempre un poco
               peligroso.  Había  una  palabra  para  ello  en  neolengua:  vidapropia,  es  decir,
               individualismo  y  excentricidad.  Pero  esa  tarde,  al  salir  del  Ministerio,  el
               aromático aire abrileño le había tentado. El cielo tenía un azul más intenso que

               en  todo  el  año  y  de  pronto  le  había  resultado  intolerable  a  Winston  la
               perspectiva del aburrimiento, de los juegos agotadores, de las conferencias, de
               la falsa camaradería lubricada por la ginebra... Sintió el impulso de marcharse
               de la parada del autobús y callejear por el laberinto de Londres, primero hacia
               el Sur, luego hacia el Este y otra vez hacia el Norte, perdiéndose por calles
               desconocidas y sin preocuparse apenas por la dirección que tomaba.

                   «Si hay esperanza —había escrito en el Diario—, está en los proles.» Estas

               palabras le volvían como afirmación de una verdad mística y de un absurdo
               palpable. Penetró por los suburbios del Norte y del Este alrededor de lo que en
               tiempos  había  sido  la  estación  de  San  Pancracio.  Marchaba  por  una  calle
               empedrada, cuyas viejas casas sólo tenían dos pisos y cuyas puertas abiertas
               descubrían los sórdidos interiores. De trecho en trecho había charcos de agua
               sucia por entre las piedras. Entraban y salían en las casuchas y llenaban las
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