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recordarlo.  Probablemente,  las  confesiones  habían  sido  nuevamente  escritas

               varias  veces  hasta  que  los  hechos  y  las  fechas  originales  perdieran  todo
               significado.  No  es  sólo  que  el  pasado  cambiara,  es  que  cambiaba
               continuamente.  Lo  que  más  le  producía  a  Winston  la  sensación  de  una
               pesadilla  es  que  nunca  había  llegado  a  comprender  claramente  por  qué  se
               emprendía  la  inmensa  impostura.  Desde  luego,  eran  evidentes  las  ventajas

               inmediatas de falsificar el pasado, pero la última razón era misteriosa. Volvió a
               coger la pluma y escribió:

                   Comprendo CÓMO: no comprendo POR QUÉ.

                   Se preguntó, como ya lo había hecho muchas veces, si no estaría él loco.
               Quizás un loco era sólo una «minoría de uno». Hubo una época en que fue
               señal de locura creer que la tierra giraba en torno al sol: ahora, era locura creer
               que el pasado es inalterable. Quizá fuera él el único que sostenía esa creencia,
               y,  siendo  el  único,  estaba  loco.  Pero  la  idea  de  ser  un  loco  no  le  afectaba

               mucho. Lo que le horrorizaba era la posibilidad de estar equivocado.

                   Cogió  el  libro  de  texto  infantil  y  miró  el  retrato  del  Gran  Hermano  que
               llenaba la portada. Los ojos hipnóticos se clavaron en los suyos. Era como si
               una inmensa fuerza empezara a aplastarle a uno, algo que iba penetrando en el
               cráneo, golpeaba el cerebro por dentro, le aterrorizaba a uno y llegaba casi a
               persuadirle que era de noche cuando era de día. Al final, el Partido anunciaría

               que dos y dos son cinco y habría que creerlo. Era inevitable que llegara algún
               día  al  dos  y  dos  son  cinco.  La  lógica  de  su  posición  lo  exigía.  Su  filosofía
               negaba  no  sólo  la  validez  de  la  experiencia,  sino  que  existiera  la  realidad
               externa. La mayor de las herejías era el sentido común. Y lo más terrible no
               era que le mataran a uno por pensar de otro modo, sino que pudieran tener

               razón.  Porque,  después  de  todo,  ¿cómo  sabemos  que  dos  y  dos  son
               efectivamente cuatro? O que la fuerza de la gravedad existe. O que el pasado
               no  puede  ser  alterado.  ¿Y  si  el  pasado  y  el  mundo  exterior  sólo  existen  en
               nuestra  mente  y,  siendo  la  mente  controlable,  también  puede  controlarse  el
               pasado y lo que llamamos la realidad?

                   ¡No, no!; a Winston le volvía el valor. El rostro de O'Brien, sin saber por
               qué, empezó a flotarle en la memoria; sabía, con más certeza que antes, que

               O'Brien estaba de su parte. Escribía este Diario para O'Brien; era como una
               carta interminable que nadie leería nunca, pero que se dirigía a una persona
               determinada y que dependía de este hecho en su forma y en su tono.

                   El Partido os decía que negaseis la evidencia de vuestros ojos y oídos. Ésta
               era  su  orden  esencial.  El  corazón  de  Winston  se  encogió  al  pensar  en  el
               enorme poder que tenía enfrente, la facilidad con que cualquier intelectual del

               Partido  lo  vencería  con  su  dialéctica,  los  sutiles  argumentos  que  él  nunca
               podría entender y menos contestar. Y, sin embargo, era él, Winston, quien tenía
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