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aquella fecha se hallaban en suelo eurasiático, que habían ido en avión desde

               un aeródromo secreto en el Canadá hasta Siberia, donde tenían una misteriosa
               cita.  Allí  se  habían  puesto  en  relación  con  miembros  del  Estado  Mayor
               eurasiático al que habían entregado importantes secretos militares. La fecha se
               le había grabado a Winston en la memoria porque coincidía con el primer día
               de  estío,  pero  toda  aquella  historia  estaba  ya  registrada  oficialmente  en

               innumerables sitios. Sólo había una conclusión posible: las confesiones eran
               mentira.

                   Desde  luego,  esto  no  constituía  en  sí  mismo  un  descubrimiento.  Incluso
               por aquella época no creía Winston que las víctimas de las purgas hubieran
               cometido los crímenes de que eran acusados. Pero ese pedazo de papel era ya
               una prueba concreta; un fragmento del pasado abolido como un hueso fósil

               que  reaparece  en  un  estrato  donde  no  se  le  esperaba  y  destruye  una  teoría
               geológica. Bastaba con ello para pulverizar al Partido si pudiera publicarse en
               el extranjero y explicarse bien su significado.

                   Winston  había  seguido  trabajando  después  de  su  descubrimiento.  En
               cuanto vio lo que era la fotografía y lo que significaba, la cubrió con otra hoja
               de papel. Afortunadamente, cuando la desenrolló había quedado de tal modo
               que la telepantalla no podía verla.

                   Se puso la carpeta sobre su rodilla y echó hacia atrás la silla para alejarse

               de la telepantalla lo más posible. No era difícil mantener inexpresiva la cara e
               incluso controlar, con un poco de esfuerzo, la respiración; pero lo que no podía
               controlarse eran los latidos del corazón y la telepantalla los recogía con toda
               exactitud. Winston dejó pasar diez minutos atormentado por el miedo de que
               algún accidente —por ejemplo, una súbita corriente de aire— lo traicionara.

               Luego, sin exponerla a la vista de la pantalla, tiró la fotografía en el «agujero
               de  la  memoria»  mezclándola  con  otros  papeles  inservibles.  Al  cabo  de  un
               minuto, el documento sería un poco de ceniza.

                   Aquello  había  pasado  hacía  diez  u  once  años.  «De  ocurrir  ahora,  pensó
               Winston,  me  habría  guardado  la  foto.»  Era  curioso  que  el  hecho  de  haber
               tenido  ese  documento  entre  sus  dedos  le  pareciera  constituir  una  gran
               diferencia  incluso  ahora  en  que  la  fotografía  misma,  y  no  sólo  el  hecho

               registrado en ella, era sólo recuerdo. ¿Se aflojaba el dominio del Partido sobre
               el pasado —se preguntó Winston— porque una prueba documental que ya no
               existía hubiera existido una vez?

                   Pero hoy, suponiendo que pudiera resucitar de sus cenizas, la foto no podía
               servir de prueba. Ya en el tiempo en que él había hecho el descubrimiento, no
               estaba en guerra Oceanía con Eurasia y los tres personajes suprimidos tenían

               que haber traicionado su país con los agentes de Asia oriental y no con los de
               Eurasia.  Desde  entonces  hubo  otros  cambios,  dos  o  tres,  ya  no  podía
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