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sombrero de copa), es decir, un esfuerzo desesperado por volver a lo de antes.

               Era  un  hombre  monstruoso  con  una  crencha  de  cabellos  gris  grasienta,
               bolsones en la cara y unos labios negroides muy gruesos. De joven debió de
               ser  muy  fuerte;  ahora  su  voluminoso  cuerpo  se  inclinaba  y  parecía
               derrumbarse en todas las direcciones. Daba la impresión de una montaña que
               se iba a desmoronar de un momento a otro.

                   Era la solitaria hora de las quince. Winston no podía recordar ya por qué

               había entrado en el café a esa hora. No había casi nadie allí. Una musiquilla
               brotaba  de  las  telepantallas.  Los  tres  hombres,  sentados  en  un  rincón,  casi
               inmóviles, no hablaban ni una palabra. El camarero, sin que le pidieran nada,
               volvía a llenar los vasos de ginebra. Había un tablero de ajedrez sobre la mesa,
               con todas las piezas colocadas, pero no habían empezado a jugar. Entonces,

               quizá sólo durante medio minuto, ocurrió algo en la telepantalla. Cambió la
               música que tocaba. Era difícil describir el tono de la nueva música: una nota
               burlona, cascada, que a veces parecía un rebuzno. Winston, mentalmente, la
               llamó «la nota amarilla». Y la voz de la telepantalla cantaba:

                   Bajo el Nogal de las ramas extendidas

                   yo te vendí y tú me vendiste.

                   Allí yacen ellos y aquí yacemos nosotros.

                   Bajo el Nogal de las ramas extendidas.


                   Los tres personajes no se movieron, pero cuando Winston volvió a mirar la
               desvencijada  cara  de  Rutherford,  vio  que  estaba  llorando.  Por  vez  primera
               observó,  con  sobresalto,  pero  sin  saber  por  qué  se  impresionaba,  que  tanto
               Aaronson como Rutherford tenían partidas las narices.

                   Un  poco  después,  los  tres  fueron  detenidos  de  nuevo.  Por  lo  visto,  se
               habían comprometido en nuevas conspiraciones en el mismo momento de ser

               puestos en libertad. En el segundo proceso confesaron otra vez sus antiguos
               crímenes, con una sarta de nuevos delitos. Fueron ejecutados y su historia fue
               registrada  en  los  libros  de  historia  publicados  por  el  Partido  como  ejemplo
               para la posteridad. Cinco años después de esto, en 1973, Winston desenrollaba
               un  día  unos  documentos  que  le  enviaban  por  el  tubo  automático  cuando
               descubrió  un  pedazo  de  papel  que,  evidentemente,  se  había  deslizado  entre
               otros y había sido olvidado. En seguida vio su importancia. Era media página

               de un Times de diez años antes —la mitad superior de una página, de manera
               que  incluía  la  fecha—  y  contenía  una  fotografía  de  los  delegados  en  una
               solemnidad  del  Partido  en  Nueva  York.  Sobresalían  en  el  centro  del  grupo
               Jones, Aaronson y Rutherford. Se les veía muy claramente, pero además sus
               nombres figuraban al pie.

                   Lo cierto es que en ambos procesos los tres personajes confesaron que en
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