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los  demás,  unos  cuantos  habían  desaparecido  mientras  que  la  mayoría  fue
               ejecutada después de unos procesos públicos de gran espectacularidad en los
               que  confesaron  sus  crímenes.  Entre  los  últimos  supervivientes  había  tres
               individuos llamados Jones, Aaronson y Rutherford. Hacia 1965 —la fecha no
               era  segura—  los  tres  fueron  detenidos.  Como  ocurría  con  frecuencia,
               desaparecieron durante uno o más años de modo que nadie sabía si estaban

               vivos o muertos y luego aparecieron de pronto para acusarse ellos mismos de
               haber cometido terribles crímenes. Reconocieron haber estado en relación con
               el enemigo (por entonces el enemigo era Eurasia, que había de volver a serlo),
               malversación  de  fondos  públicos,  asesinato  de  varios  miembros  del  Partido
               dignos de toda confianza, intrigas contra el mando del Gran Hermano que ya
               habían empezado mucho antes de estallar la Revolución y actos de sabotaje
               que  habían  costado  la  vida  a  centenares  de  miles  de  personas.  Después  de

               confesar todo esto, los perdonaron, les devolvieron sus cargos en el Partido,
               puestos  que  eran  en  realidad  inútiles,  pero  que  tenían  nombres  sonoros  e
               importantes.  Los  tres  escribieron  largos  y  abyectos  artículos  en  el  Times
               analizando  las  razones  que  habían  tenido  para  desertar  y  prometiendo
               enmendarse.

                   Poco tiempo después de ser puestos en libertad esos tres hombres, Winston

               los había visto en el Café del Nogal. Recordaba con qué aterrada fascinación
               los  había  observado  con  el  rabillo  del  ojo.  Eran  mucho  más  viejos  que  él,
               reliquias  del  mundo  antiguo,  casi  las  últimas  grandes  figuras  que  habían
               quedado de los primeros y heroicos días del Partido. Todavía llevaban como
               una aureola el brillo de su participación clandestina en las primeras luchas y
               en  la  guerra  civil.  Winston  creyó  haber  oído  los  nombres  de  estos  tres

               personajes mucho antes de saber que existía el Gran Hermano, aunque con el
               tiempo  se  le  confundían  en  la  mente  las  fechas  y  los  hechos.  Sin  embargo,
               estaban ya fuera de la ley, eran enemigos intocables, se cernía sobre ellos la
               absoluta certeza de un próximo aniquilamiento. Cuestión de uno o dos años.
               Nadie  que  hubiera  caído  una  vez  en  manos  de  la  Policía  del  Pensamiento,
               podía  escaparse  para  siempre.  Eran  cadáveres  que  esperaban  la  hora  de  ser
               enviados otra vez a la tumba.


                   No había nadie en ninguna de las mesas próximas a ellos. No era prudente
               que le vieran a uno cerca de semejantes personas. Los tres, silenciosos, bebían
               ginebra con clavo; una especialidad de la casa. De los tres, era Rutherford el
               que más había impresionado a Winston. En tiempos, Rutherford fue un famoso
               caricaturista  cuyas  brutales  sátiras  habían  ayudado  a  inflamar  la  opinión
               popular  antes  y  durante  la  Revolución.  Incluso  ahora,  a  largos  intervalos,

               aparecían sus caricaturas y satíricas historietas en el Times. Eran una imitación
               de su antiguo estilo y ya no tenían vida ni convencían. Era volver a cocinar los
               antiguos temas: niños que morían de hambre, luchas callejeras, capitalistas con
               sombrero  de  copa  (hasta  en  las  barricadas  seguían  los  capitalistas  con  su
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