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máquinas monstruosas y espantosas armas, una nación de guerreros y
fanáticos que marchaba en bloque siempre hacia adelante en unidad perfecta,
pensando todos los mismos pensamientos y repitiendo a grito unánime la
misma consigna, trabajando perpetuamente, luchando, triunfantes,
persiguiendo a los traidores... trescientos millones de personas todas ellas con
la misma cara. La realidad era, en cambio: lúgubres ciudades donde la gente,
apenas alimentada, arrastraba de un lado a otro sus pies calzados con
agujereados zapatos y vivía en ruinosas casas del siglo XIX en las que
predominaba el olor a verduras cocidas y retretes en malas condiciones.
Winston creyó ver un Londres inmenso y en ruinas, una ciudad de un millón
de cubos de la basura y, mezclada con esta visión, la imagen de la señora
Parsons con sus arrugas y su pelo enmarañado tratando de arreglar
infructuosamente una cañería atascada.
Volvió a rascarse el tobillo. Día y noche las telepantallas le herían a uno el
tímpano con estadísticas según las cuales todos tenían más alimento, más
trajes, mejores casas, entretenimientos más divertidos, todos vivían más
tiempo, trabajaban menos horas, eran más sanos, fuertes, felices, inteligentes y
educados que los que habían vivido hacía cincuenta años. Ni una palabra de
todo ello podía ser probada ni refutada. Por ejemplo, el Partido sostenía que el
cuarenta por ciento de los proles adultos sabía leer y escribir y que antes de la
Revolución todos ellos, menos un quince por ciento, eran analfabetos.
También aseguraba el Partido que la mortalidad infantil era ya sólo del ciento
sesenta por mil mientras que antes de la Revolución había sido del trescientos
por mil... y así sucesivamente. Era como una ecuación con dos incógnitas.
Bien podía ocurrir que todos los libros de historia fueran una pura fantasía.
Winston sospechaba que nunca había existido una ley sobre el jus primae
noctis ni persona alguna como el tipo de capitalista que pintaban, ni siquiera
un sombrero como aquel que parecía un tubo de estufa.
Todo se desvanecía en la niebla. El pasado estaba borrado. Se había
olvidado el acto mismo de borrar, y la mentira se convertía en verdad. Sólo
una vez en su vida había tenido Winston en la mano —después del hecho y
eso es lo que importaba— una prueba concreta y evidente de un acto de
falsificación. La había tenido entre sus dedos nada menos que treinta
segundos. Fue en 1973, aproximadamente, pero desde luego por la época en
que Katharine y él se habían separado. La fecha a que se refería el documento
era de siete u ocho años antes.
La historia empezó en el sesenta y tantos, en el período de las grandes
purgas, en el cual los primitivos jefes de la Revolución fueron suprimidos de
una sola vez. Hacia 1970 no quedaba ninguno de ellos, excepto el Gran
Hermano. Todos los demás habían sido acusados de traidores y
contrarrevolucionarios. Goldstein huyó y se escondió nadie sabía dónde. De