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lugar tenebroso, sucio y miserable donde casi nadie tenía nada que comer y

               donde centenares y millares de desgraciados no tenían zapatos que ponerse ni
               siquiera un techo bajo el cual dormir. Niños de la misma edad que vosotros
               debían  trabajar  doce  horas  al  día  a  las  órdenes  de  crueles  amos  que  los
               castigaban con látigos si trabajaban con demasiada lentitud y solamente los
               alimentaban con pan duro y agua. Pero entre toda esta horrible miseria, había

               unas cuantas casas grandes y hermosas donde vivían los ricos, cada uno de
               los cuales tenía por lo menos treinta criados a su disposición. Estos ricos se
               llamaban capitalistas. Eran individuos gordos y feos con caras de malvados
               como el que puede apreciarse en la ilustración de la página siguiente. Podréis
               ver, niños, que va vestido con fina chaqueta negra larga a la que llamaban
               «frac» y un sombrero muy raro y brillante que parece el tubo de una estufa, al
               que llamaban «sombrero de copa». Este era el uniforme de los capitalistas, y

               nadie más podía llevarlo; los capitalistas eran dueños de todo lo que había en
               el  mundo  y  todos  los  que  no  eran  capitalistas  pasaban  a  ser  sus  esclavos.
               Poseían toda la tierra, todas las casas, todas las fábricas y el dinero todo. Si
               alguien les desobedecía, era encarcelado inmediatamente y podían dejarlo sin
               trabajo y hacerlo morir de hambre. Cuando una persona corriente hablaba

               con un capitalista tenía que descubrirse, inclinarse profundamente ante él y
               llamarle señor. El jefe supremo de todos los capitalistas era llamado el Rey y...

                   Winston se sabía toda la continuación. Se hablaba allí de los obispos y de
               sus vestimentas, de los jueces con sus trajes de armiño, de la horca, del gato de
               nueve colas, del banquete anual que daba el alcalde y de la costumbre de besar
               el anillo del Papa. También había una referencia al jus primae noctis que no
               convenía mencionar en un libro de texto para niños. Era la ley según la cual

               todo capitalista tenía el derecho de dormir con cualquiera de las mujeres que
               trabajaban en sus fábricas.

                   ¿Cómo  saber  qué  era  verdad  y  qué  era  mentira  en  aquello?  Después  de
               todo, podía ser verdad que la Humanidad estuviera mejor entonces que antes
               de  la  Revolución.  La  única  prueba  en  contrario  era  la  protesta  muda  de  la
               carne y los huesos, la instintiva sensación de que las condiciones de vida eran

               intolerables y que en otro tiempo tenían que haber sido diferentes. A Winston
               le  sorprendía  que  lo  más  característico  de  la  vida  moderna  no  fuera  su
               crueldad ni su inseguridad, sino sencillamente su vaciedad, su absoluta falta de
               contenido.  La  vida  no  se  parecía,  no  sólo  a  las  mentiras  lanzadas  por  las
               telepantallas,  sino  ni  siquiera  a  los  ideales  que  el  Partido  trataba  de  lograr.
               Grandes zonas vitales, incluso para un miembro del Partido, nada tenían que
               ver  con  la  política:  se  trataba  sólo  de  pasar  el  tiempo  en  inmundas  tareas,

               luchar  para  poder  meterse  en  el  Metro,  remendarse  un  calcetín  como  un
               colador,  disolver  con  resignación  una  pastilla  de  sacarina  y  emplear  toda  la
               habilidad posible para conservar una colilla. El ideal del Partido era inmenso,
               terrible  y  deslumbrante;  un  mundo  de  acero  y  de  hormigón  armado,  de
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