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que trabajar a la viva fuerza en las minas de carbón (por supuesto, las mujeres
               seguían  trabajando  en  las  minas  de  carbón),  los  niños  eran  vendidos  a  las
               fábricas a la edad de seis años. Pero, simultáneamente, fiel a los principios del
               doblepensar, el Partido enseñaba que los proles eran inferiores por naturaleza
               y debían ser mantenidos bien sujetos, como animales, mediante la aplicación
               de unas cuantas reglas muy sencillas. En realidad, se sabía muy poco de los

               proles.  Y  no  era  necesario  saber  mucho  de  ellos.  Mientras  continuaran
               trabajando  y  teniendo  hijos,  sus  demás  actividades  carecían  de  importancia.
               Dejándoles  en  libertad  como  ganado  suelto  en  la  pampa  de  la  Argentina,
               tenían  un  estilo  de  vida  que  parecía  serles  natural.  Se  regían  por  normas
               ancestrales.  Nacían,  crecían  en  el  arroyo,  empezaban  a  trabajar  a  los  doce
               años, pasaban por un breve período de belleza y deseo sexual, se casaban a los
               veinte años, empezaban a envejecer a los treinta y se morían casi todos ellos

               hacia los sesenta años. El duro trabajo físico, el cuidado del hogar y de los
               hijos, las mezquinas peleas entre vecinos, el cine, el fútbol, la cerveza y sobre
               todo, el juego, llenaban su horizonte mental. No era difícil mantenerlos a raya.
               Unos  cuantos  agentes  de  la  Policía  del  Pensamiento  circulaban  entre  ellos,
               esparciendo rumores falsos y eliminando a los pocos considerados capaces de

               convertirse en peligrosos; pero no se intentaba adoctrinarlos con la ideología
               del  Partido.  No  era  deseable  que  los  proles  tuvieran  sentimientos  políticos
               intensos.  Todo  lo  que  se  les  pedía  era  un  patriotismo  primitivo  al  que  se
               recurría  en  caso  de  necesidad  para  que  trabajaran  horas  extraordinarias  o
               aceptaran  raciones  más  pequeñas.  E  incluso  cuando  cundía  entre  ellos  el
               descontento, como ocurría a veces, era un descontento que no servía para nada
               porque, por carecer de ideas generales, concentraban su instinto de rebeldía en

               quejas sobre minucias de la vida corriente. Los grandes males, ni los olían. La
               mayoría de los proles ni siquiera era vigilada con telepantallas. La policía los
               molestaba  muy  poco.  En  Londres  había  mucha  criminalidad,  un  mundo
               revuelto de ladrones, bandidos, prostitutas, traficantes de drogas y maleantes
               de toda clase; pero como sus actividades tenían lugar entre los mismos proles,
               daba igual que existieran o no. En todas las cuestiones de moral se les permitía

               a  los  proles  que  siguieran  su  código  ancestral.  No  se  les  imponía  el
               puritanismo sexual del Partido. No se castigaba su promiscuidad y se permitía
               el  divorcio.  Incluso  el  culto  religioso  se  les  habría  permitido  si  los  proles
               hubieran manifestado la menor inclinación a él. Como decía el Partido: «los
               proles y los animales son libres».

                   Winston se rascó con precaución sus varices. Habían empezado a picarle

               otra vez. Siempre volvía a preocuparle saber qué habría sido la vida anterior a
               la Revolución. Sacó del cajón un ejemplar del libro de historia infantil que le
               había prestado la señora Parsons y empezó a copiar un trozo en su diario:

                   En  los  antiguos  tiempos  (decía  el  libro  de  texto)  antes  de  la  gloriosa
               Revolución, no era Londres la hermosa ciudad que hoy conocemos. Era un
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