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masas  abandonadas,  que  constituían  el  ochenta  y  cinco  por  ciento  de  la
               población de Oceanía, podría encontrarse la fuerza suficiente para destruir al
               Partido. Éste no podía descomponerse desde dentro. Sus enemigos, si los tenía
               en  su  interior,  no  podían  de  ningún  modo  unirse,  ni  siquiera  identificarse
               mutuamente. Incluso si existía la legendaria Hermandad —y era muy posible
               que existiese— resultaba inconcebible que sus miembros se pudieran reunir en

               grupos mayores de dos o tres. La rebeldía no podía pasar de un destello en la
               mirada  o  determinada  inflexión  en  la  voz;  a  lo  más,  alguna  palabra
               murmurada. Pero los proles, si pudieran darse cuenta de su propia fuerza, no
               necesitarían conspirar. Les bastaría con encabritarse como un caballo que se
               sacude  las  moscas.  Si  quisieran  podrían  destrozar  el  Partido  mañana  por  la
               mañana. Desde luego, antes o después se les ocurrirá. Y, sin embargo...


                   Recordó Winston una vez que había dado un paseo por una calle de mucho
               tráfico cuando oyó un tremendo grito múltiple. Centenares de voces, voces de
               mujeres,  salían  de  una  calle  lateral.  Era  un  formidable  grito  de  ira  y
               desesperación, un tremendo ¡O-o-o-o-oh! Winston se sobresaltó terriblemente.
               ¡Ya empezó! ¡Un motín!, pensó. Por fin, los proles se sacudían el yugo; pero
               cuando llegó al sitio de la aglomeración vio que una multitud de doscientas o
               trescientas  mujeres  se  agolpaban  sobre  los  puestos  de  un  mercado  callejero

               con expresiones tan trágicas como si fueran las pasajeras de un barco en trance
               de  hundirse.  En  aquel  momento,  la  desesperación  general  se  quebró  en
               inmumerables peleas individuales. Por lo visto, en uno de los puestos habían
               estado  vendiendo  sartenes  de  lata.  Eran  utensilios  muy  malos,  pero  los
               cacharros de cocina eran siempre de casi imposible adquisición. Por fin, había
               llegado  una  provisión  inesperadamente.  Las  mujeres  que  lograron  adquirir

               alguna sartén fueron atacadas por las demás y trataban de escaparse con sus
               trofeos  mientras  que  las  otras  las  rodeaban  y  acusaban  de  favoritismo  a  la
               vendedora. Aseguraban que tenía más en reserva. Aumentaron los chillidos.
               Dos mujeres, una de ellas con el pelo suelto, se habían apoderado de la misma
               sartén y cada una intentaba quitársela a la otra. Tiraron cada una por su lado
               hasta que se rompió el mango. Winston las miró con asco. Sin embargó, ¡qué
               energías tan aterradoras había percibido él bajo aquella gritería! Y, en total, no

               eran más que dos o tres centenares de gargantas. ¿Por qué no protestarían así
               por cada cosa de verdadera importancia?

                   Escribió:

                   Hasta  que  no  tengan  conciencia  de  su  fuerza,  no  se  rebelarán,  y  hasta
               después de haberse rebelado, no serán conscientes. Éste es el problema.

                   Winston pensó que sus palabras parecían sacadas de uno de los libros de
               texto del Partido. El Partido pretendía, desde luego, haber liberado a los proles

               de  la  esclavitud.  Antes  de  la  Revolución,  eran  explotados  y  oprimidos
               ignominiosamente  por  los  capitalistas.  Pasaban  hambre.  Las  mujeres  tenían
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