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Volvió a pensar en Katharine. Debía de hacer nueve o diez años, casi once,
               que se habían separado. Era curioso que se acordara tan poco de ella. Olvidaba
               durante  días  enteros  que  habían  estado  casados.  Sólo  permanecieron  juntos
               unos  quince  meses.  El  Partido  no  permitía  el  divorcio,  pero  fomentaba  las
               separaciones cuando no había hijos.

                   Katharine era una rubia alta, muy derecha y de movimientos majestuosos.
               Tenía una cara audaz, aquilina, que podría haber pasado por noble antes de

               descubrir que no había nada tras aquellas facciones. Al principio de su vida de
               casados —aunque quizá fuera sólo que Winston la conocía más íntimamente
               que  a  las  demás  personas—  llegó  a  la  conclusión  de  que  su  mujer  era  la
               persona más estúpida, vulgar y vacía que había conocido hasta entonces. No
               latía en su cabeza ni un solo pensamiento que no fuera un slogan. Se tragaba

               cualquier  imbecilidad  que  el  Partido  le  ofreciera.  Winston  la  llamaba  en  su
               interior «la banda sonora humana». Sin embargo, podía haberla soportado de
               no haber sido por una cosa: el sexo.

                   Tan pronto como la rozaba parecía tocada por un resorte y se endurecía.
               Abrazarla era como abrazar una imagen con juntas de madera. Y lo que era
               todavía más extraño: incluso cuando ella lo apretaba contra sí misma, él tenía
               la  sensación  de  que  al  mismo  tiempo  lo  rechazaba  con  toda  su  fuerza.  La

               rigidez de sus músculos ayudaba a dar esta impresión. Se quedaba allí echada
               con los ojos cerrados sin resistir ni cooperar, pero como sometible. Era de lo
               más vergonzoso y, a la larga, horrible. Pero incluso así habría podido soportar
               vivir  con  ella  si  hubieran  decidido  quedarse  célibes.  Pero  curiosamente  fue
               Katharine quien rehusó. «Debían —dijo— producir un niño si podían.» Así
               que  la  comedia  seguía  representándose  una  vez  por  semana  regularmente,
               mientras no fuese imposible. Ella incluso se lo recordaba por la mañana como

               algo  que  había  que  hacer  esa  noche  y  que  no  debía  olvidarse.  Tenía  dos
               expresiones para ello. Una era «hacer un bebé», y la otra «nuestro deber al
               Partido» (sí, había utilizado esta frase). Pronto empezó a tener una sensación
               de positivo temor cuando llegaba el día. Pero por suerte no apareció ningún
               niño y finalmente ella estuvo de acuerdo en dejar de probar. Y poco después se

               separaron.

                   Winston suspiró inaudiblemente. Volvió a coger la pluma y escribió:

                   Se arrojó sobre la cama y en seguida, sin preliminar alguno, del modo más
               grosero y horrible que se puede imaginar, se levantó la falda. Yo...

                   Se vio a sí mismo de pie en la mortecina luz con el olor a cucarachas y a
               perfume barato, y en su corazón brotó un resentimiento que incluso en aquel
               instante se mezclaba con el recuerdo del blanco cuerpo de Katharine, frígido

               para siempre por el hipnótico poder del Partido. ¿Por qué tenía que ser siempre
               así?  ¿No  podía  él  disponer  de  una  mujer  propia  en  vez  de  estas  furcias  a
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