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CAPÍTULO VI
Winston escribía en su Diario:
Fue hace tres años. Era una tarde oscura, en una estrecha callejuela cerca
de una de las estaciones del ferrocarril. Ella, de pie, apoyada en la pared
cerca de una puerta, recibía la luz mortecina de un farol. Tenía una cara joven
muy pintada. Lo que me atrajo fue la pintura, la blancura de aquella cara que
parecía una máscara y los labios rojos y brillantes. Las mujeres del Partido
nunca se pintaban la cara. No había nadie más en la calle, ni telepantallas.
Me dijo que dos dólares. Yo...
Le era difícil seguir. Cerró los ojos y apretó las palmas de las manos contra
ellos tratando de borrar la visión interior. Sentía una casi invencible tentación
de gritar una sarta de palabras. O de golpearse la cabeza contra la pared, de
arrojar el tintero por la ventana, de hacer, en fin, cualquier acto violento,
ruidoso, o doloroso, que le borrara el recuerdo que le atormentaba.
Nuestro peor enemigo, reflexionó Winston, es nuestro sistema nervioso. En
cualquier momento, la tensión interior puede traducirse en cualquier síntoma
visible. Pensó en un hombre con quien se había cruzado en la calle semanas
atrás: un hombre de aspecto muy corriente, un miembro del Partido de treinta
y cinco a cuarenta años, alto y delgado, que llevaba una cartera de mano.
Estaban separados por unos cuantos metros cuando el lado izquierdo de la cara
de aquel hombre se contrajo de pronto en una especie de espasmo. Esto volvió
a ocurrir en el momento en que se cruzaban; fue sólo un temblor rapidísimo
como el disparo de un objetivo de cámara fotográfica, pero sin duda se trataba
de un tic habitual. Winston recordaba haber pensado entonces: el pobre
hombre está perdido. Y lo aterrador era que el movimiento de los músculos era
inconsciente. El peligro mortal por excelencia era hablar en sueños. Contra eso
no había remedio.
Contuvo la respiración y siguió escribiendo:
Entré con ella en el portal y cruzamos un patio para bajar luego a una
cocina que estaba en los sótanos. Había una cama contra la pared, y una
lámpara en la mesilla con muy poca luz Ella...
Le rechinaban los dientes. Le hubiera gustado escupir. A la vez que en la
mujer del sótano, pensó Winston en Katharine, su esposa. Winston estaba
casado; es decir, había estado casado. Probablemente seguía estándolo, pues
no sabía que su mujer hubiera muerto. Le pareció volver a aspirar el
insoportable olor de la cocina del sótano, un olor a insectos, ropa sucia y