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Seguramente, se proponía escuchar lo que él dijera y ver si gritaba lo bastante

               fuerte.

                   Pensó que probablemente la muchacha no era miembro de la Policía del
               Pensamiento,  pero  precisamente  las  espías  aficionadas  constituían  el  mayor
               peligro.  No  sabía  Winston  cuánto  tiempo  llevaba  mirándolo  la  joven,  pero
               quizás fueran cinco minutos. Era muy posible que en este tiempo no hubiera
               podido  controlar  sus  gestos  a  la  perfección.  Constituía  un  terrible  peligro

               pensar mientras se estaba en un sitio público o al alcance de la telepantalla. El
               detalle  más  pequeño  podía  traicionarle  a  uno.  Un  tic  nervioso,  una
               inconsciente mirada de inquietud, la costumbre de hablar con uno mismo entre
               dientes, todo lo que revelase la necesidad de ocultar algo. En todo caso, llevar
               en el rostro una expresión impropia (por ejemplo, parecer incrédulo cuando se

               anunciaba una victoria) constituía un acto punible. Incluso había una palabra
               para esto en neolengua: caracrimen.

                   La  muchacha  recuperó  su  posición  anterior.  Quizás  no  estuviese
               persiguiéndolo;  quizás  fuera  pura  coincidencia  que  se  hubiera  sentado  tan
               cerca  de  él  dos  días  seguidos.  Se  le  había  apagado  el  cigarrillo  y  lo  puso
               cuidadosamente en el borde de la mesa. Lo terminaría de fumar después del
               trabajo  si  es  que  el  tabaco  no  se  había  acabado  de  derramar  para  entonces.

               Seguramente, el individuo que estaba con la joven sería un agente de la Policía
               del Pensamiento y era muy probable, pensó Winston, que a él lo llevaran a los
               calabozos del Ministerio del Amor dentro de tres días, pero no era esta una
               razón para desperdiciar una colilla. Syme dobló su pedazo de papel y se lo
               guardó en el bolsillo. Parsons había empezado a hablar otra vez.

                   —¿Te he contado, chico, lo que hicieron mis críos en el mercado? ¿No?

               Pues un día le prendieron fuego a la falda de una vieja vendedora porque la
               vieron envolver unas salchichas en un cartel con el retrato del Gran Hermano.
               Se pusieron detrás de ella y, sin que se diera cuenta, le prendieron fuego a la
               falda por abajo con una caja de cerillas. Le causaron graves quemaduras. Son
               traviesos,  ¿eh?  Pero  eso  sí,  ¡más  finos...!  Esto  se  lo  deben  a  la  buena
               enseñanza que se da hoy a los niños en los Espías, mucho mejor que en mi
               tiempo. Están muy bien organizados. ¿Qué creen ustedes que les han dado a

               los chicos últimamente? Pues, unas trompetillas especiales para escuchar por
               las  cerraduras.  Mi  niña  trajo  una  a  casa  la  otra  noche.  La  probó  en  nuestra
               salita, y dijo que oía con doble fuerza que si aplicaba el oído al agujero. Claro
               que  sólo  es  un  juguete;  sin  embargo,  así  se  acostumbran  los  niños  desde
               pequeños.

                   En aquel momento, la telepantalla dio un penetrante silbido. Era la señal
               para volver al trabajo. Los tres hombres se pusieron automáticamente en pie y

               se unieron a la multitud en la lucha por entrar en los ascensores, lo que hizo
               que el cigarrillo de Winston se vaciara por completo.
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