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despreocupadas— existía e incluso predominaba. Pero en la realidad, la
mayoría de los habitantes de la Franja Aérea número 1 eran pequeños, cetrinos
y de facciones desagradables. Es curioso cuánto proliferaba el tipo de
escarabajo entre los funcionarios de los ministerios: hombrecillos que
engordaban desde muy jóvenes, con piernas cortas, movimientos toscos y
rostros inescrutables, con ojos muy pequeños. Era el tipo que parecía florecer
bajo el dominio del Partido.
La comunicación del Ministerio de la Abundancia terminó con otro
trompetazo y fue seguida por música ligera. Parsons, lleno de vago entusiasmo
por el reciente bombardeo de cifras, se sacó la pipa de la boca:
—El Ministerio de la Abundancia ha hecho una buena labor este año —
dijo moviendo la cabeza como persona bien enterada—. A propósito, Smith,
¿no podrás dejarme alguna hoja de afeitar?
—¡Ni una! —le respondió Winston—. Llevo seis semanas usando la
misma hoja.
—Entonces, nada... Es que se me ocurrió, por si tenías.
—Lo siento —dijo Winston.
El cuac-cuac de la próxima mesa, que había permanecido en silencio
mientras duró el comunicado del Ministerio de la Abundancia, comenzó otra
vez mucho más fuerte. Por alguna razón, Winston pensó de pronto en la señora
Parsons con su cabello revuelto y el polvo de sus arrugas. Dentro de dos años
aquellos niños la denunciarían a la Policía del Pensamiento. La señora Parsons
sería vaporizada. Syme sería vaporizado. A Winston lo vaporizarían también.
O'Brien sería vaporizado. A Parsons, en cambio, nunca lo vaporizarían.
Tampoco el individuo de las gafas y del cuac-cuac sería vaporizado nunca. Ni
tampoco la joven del cabello negro, la del Departamento de Novela. Le
parecía a Winston conocer por intuición quién perecería, aunque no era fácil
determinar lo que permitía sobrevivir a una persona.
En aquel momento le sacó de su ensoñación una violenta sacudida. La
muchacha de la mesa vecina se había vuelto y lo estaba mirando. ¡Era la
muchacha morena del Departamento de Novela! Miraba a Winston a
hurtadillas, pero con una curiosa intensidad. En cuanto sus ojos tropezaron con
los de Winston, volvió la cabeza.
Winston empezó a sudar. Le invadió una horrible sensación de terror. Se le
pasó casi en seguida, pero le dejó intranquilo. ¿Por qué lo miraba aquella
mujer? ¿Por qué se la encontraba tantas veces? Desgraciadamente, no podía
recordar si la joven estaba ya en aquella mesa cuando él llegó o si había
llegado después. Pero el día anterior, durante los Dos Minutos de Odio, se
había sentado inmediatamente detrás de él sin haber necesidad de ello.