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en la otra mesa, lo aceptaba fanática y apasionadamente con un furioso deseo
de descubrir, denunciar y vaporizar a todo aquel que insinuase que la semana
pasada la ración fue de treinta gramos. Syme también se lo había tragado
aunque el proceso que seguía para ello era algo más complicado, un proceso
de doblepensar. ¿Es que sólo él, Winston, seguía poseyendo memoria?
Las fabulosas estadísticas continuaron brotando de la telepantalla. En
comparación con el año anterior, había más alimentos, más vestidos, más
casas, más muebles, más ollas, más comestibles, más barcos, más autogiros,
más libros, más bebés, más de todo, excepto enfermedades, crímenes y locura.
Año tras año y minuto tras minuto, todos y todo subía vertiginosamente.
Winston meditaba, resentido, sobre la vida. ¿Siempre había sido así; siempre
había sido tan mala la comida? Miró en torno suyo por la cantina; una
habitación de techo bajo, con las paredes sucias por el contacto de tantos trajes
grasientos; mesas de metal abolladas y sillas igualmente estropeadas y tan
juntas que la gente se tocaba con los codos. Todo resquebrajado, lleno de
manchas y saturado de un insoportable olor a ginebra mala, a mal café, a
sustitutivo de asado, a trajes sucios. Constantemente se rebelaban el estómago
y la piel con la sensación de que se les había hecho trampa privándoles de algo
a lo que tenían derecho. Desde luego, Winston no recordaba nada que fuera
muy diferente. En todo el tiempo a que alcanzaba su memoria, nunca hubo
bastante comida, nunca se podían llevar calcetines ni ropa interior sin
agujeros, los muebles habían estado siempre desvencijados, en las
habitaciones había faltado calefacción. Los metros iban horriblemente
atestados, las casas se deshacían a pedazos, el pan era negro, el té imposible de
encontrar, el café sabía a cualquier cosa, escaseaban los cigarrillos y nada
había barato y abundante a no ser la ginebra sintética. Y aunque, desde luego,
todo empeoraba a medida que uno envejecía, ello era sólo señal de que éste no
era el orden natural de las cosas. Si el corazón enfermaba con las
incomodidades, la suciedad y la escasez, los inviernos interminables, la dureza
de los calcetines, los ascensores que nunca funcionaban, el agua fría, el
rasposo jabón, los cigarrillos que se deshacían, los alimentos de sabor
repugnante... ¿cómo iba uno a considerar todo esto intolerable si no fuera por
una especie de recuerdo ancestral de que las cosas habían sido diferentes
alguna vez?
Winston volvió a recorrer la cantina con la mirada. Casi todos los que allí
estaban eran feos y lo hubieran seguido siendo aunque no hubieran llevado los
«monos» azules uniformes. Al extremo de la habitación, solo en una mesa, se
hallaba un hombrecillo con aspecto de escarabajo. Bebía una taza de café y sus
ojillos lanzaban miradas suspicaces a un lado y a otro. Es muy fácil, pensó
Winston, siempre que no mire uno en torno suyo, creer que el tipo físico fijado
por el Partido como ideal —los jóvenes altos y musculosos y las muchachas
de escaso pecho y de cabello rubio, vitales, tostadas por el sol y