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sudor. Tenía un enorme poder sudorífico. En el Centro de la Comunidad se
podía siempre asegurar si Parsons había jugado al tenis de mesa por la
humedad del mango de la raqueta. Syme sacó una tira de papel en la que había
una larga columna de palabras y se dedicó a estudiarla con un lápiz tinta entre
los dedos.
—Mira cómo trabaja hasta en la hora de comer —dijo Parsons, guiñándole
un ojo a Winston—. Eso es lo que se llama aplicación. ¿Qué tienes ahí, chico?
Seguro que es algo demasiado intelectual para mí. Oye, Smith, te diré por qué
te andaba buscando, es para la sub. Olvidaste darme el dinero.
—¿Qué sub es esa? —dijo Winston buscándose el dinero automáticamente.
Por lo menos una cuarta parte del sueldo de cada uno iba a parar a las
subscripciones voluntarias. Estas eran tan abundantes que resultaba muy difícil
llevar la cuenta.
—Para la Semana del Odio. Ya sabes que soy el tesorero de nuestra
manzana. Estamos haciendo un gran esfuerzo para que nuestro grupo de casas
aporte más que nadie. No será culpa mía si las Casas de la Victoria no
presentan el mayor despliegue de banderas de toda la calle. Me prometiste dos
dólares.
Winston, después de rebuscar en sus bolsillos, sacó dos billetes grasientos
y muy arrugados que Parsons metió en una carterita y anotó cuidadosamente.
—A propósito, chico —dijo—; me he enterado de que mi crío te disparó
ayer su tirachinas. Ya le he arreglado las cuentas. Le dije que si lo volvía a
hacer le quitaría el tirachinas.
—Me parece que estaba un poco fastidiado por no haber ido a la ejecución
—dijo Winston.
—Hombre, no está mal; eso demuestra que el muchacho es de fiar. Son
muy traviesos, pero, eso sí, no piensan más que en los espías; y en la guerra,
naturalmente. ¿Sabes lo que hizo mi chiquilla el sábado pasado cuando su
tropa fue de excursión a Berkhamstead? La acompañaban otras dos niñas. Las
tres se separaron de la tropa, dejaron las bicicletas a un lado del camino y se
pasaron toda la tarde siguiendo a un desconocido. No perdieron de vista al
hombre durante dos horas, a campo traviesa, por los bosques... En fin, que, en
cuanto llegaron a Amersham, lo entregaron a las patrullas. —
—¿Por qué lo hicieron? —preguntó Winston, sobresaltado a pesar suyo.
Parsons prosiguió, triunfante:
—Mi chica se aseguró de que era un agente enemigo... Probablemente, lo
dejaron caer con paracaídas. Pero fíjate en el talento de la criatura: ¿en qué
supones que le conoció al hombre que era un enemigo? Pues notó que llevaba