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unos zapatos muy raros. Sí, mi niña dijo que no había visto a nadie con unos
zapatos así; de modo que la cosa estaba clara. Era un extranjero. Para una niña
de siete años, no está mal, ¿verdad?
—¿Y qué le pasó a ese hombre? —se interesó Winston.
—Eso no lo sé, naturalmente. Pero no me sorprendería que... —Parsons
hizo el ademán de disparar un fusil y chasqueó la lengua imitando el disparo.
—Muy bien —dijo Syme abstraído, sin levantar la vista de sus apuntes.
—Claro, no podemos permitirnos correr el riesgo... —asintió Winston,
nada convencido.
—Por supuesto, no hay que olvidar que estamos en guerra.
Como para confirmar esto, un trompetazo salió de la telepantalla vibrando
sobre sus cabezas. Pero esta vez no se trataba de la proclamación de una
victoria militar, sino sólo de un anuncio del Ministerio de la Abundancia.
—¡Camaradas! —exclamó una voz juvenil y resonante—. ¡Atención,
camaradas! ¡Tenemos gloriosas noticias que comunicaros! Hemos ganado la
batalla de la producción. Tenemos ya todos los datos completos y el nivel de
vida se ha elevado en un veinte por ciento sobre el del año pasado. Esta
mañana ha habido en toda Oceanía incontables manifestaciones espontáneas;
los trabajadores salieron de las fábricas y de las oficinas y desfilaron, con
banderas desplegadas, por las calles de cada ciudad proclamando su gratitud al
Gran Hermano por la nueva y feliz vida que su sabia dirección nos permite
disfrutar. He aquí las cifras completas. Ramo de la Alimentación...
La expresión «por la nueva y feliz vida» reaparecía varias veces. Estas eran
las palabras favoritas del Ministerio de la Abundancia. Parsons, pendiente todo
él de la llamada de la trompeta, escuchaba, muy rígido, con la boca abierta y
un aire solemne, una especie de aburrimiento sublimado. No podía seguir las
cifras, pero se daba cuenta de que eran un motivo de satisfacción. Fumaba una
enorme y mugrienta pipa. Con la ración de tabaco de cien gramos a la semana
era raras veces posible llenar una pipa hasta el borde. Winston fumaba un
cigarrillo de la Victoria cuidando de mantenerlo horizontal para que no se
cayera su escaso tabaco. La nueva ración no la darían hasta mañana y le
quedaban sólo cuatro cigarrillos. Había dejado de prestar atención a todos los
ruidos excepto a la pesadez numérica de la pantalla. Por lo visto, había habido
hasta manifestaciones para agradecerle al Gran Hermano el aumento de la
ración de chocolate a veinte gramos cada semana. Ayer mismo, pensó, se
había anunciado que la ración se reduciría a veinte gramos semanales. ¿Cómo
era posible que pudieran tragarse aquello, si no habían pasado más que
veinticuatro horas? Sin embargo, se lo tragaron. Parsons lo digería con toda
facilidad, con la estupidez de un animal. El individuo de las gafas con reflejos,