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de la cantina.

                   Hay  una  palabra  en  neolengua  —dijo  Syme—  que  no  sé  si  la  conoces:
               pathablar, o sea, hablar de modo que recuerde el cuac-cuac de un pato. Es una
               de esas palabras interesantes que tienen dos sentidos contradictorios. Aplicada
               a un contrario, es un insulto; aplicada a alguien con quien estés de acuerdo, es
               un elogio.


                   No cabía duda, volvió a pensar Winston, a Syme lo vaporizarían. Lo pensó
               con cierta tristeza aunque sabía perfectamente que Syme lo despreciaba y era
               muy  capaz  de  denunciarle  como  culpable  mental.  Había  algo  de  sutilmente
               malo en Syme. Algo le faltaba: discreción, prudencia, algo así como estupidez
               salvadora. No podía decirse que no fuera ortodoxo. Creía en los principios del
               Ingsoc, veneraba al Gran Hermano, se alegraba de las victorias y odiaba a los
               herejes, no sólo sinceramente, sino con inquieto celo hallándose al día hasta un
               grado que no solía alcanzar el miembro ordinario del Partido. Sin embargo, se

               cernía sobre él un vago aire de sospecha. Decía cosas que debía callar, leía
               demasiados  libros,  frecuentaba  el  Café  del  Nogal,  guarida  de  pintores  y
               músicos. No había ley que prohibiera la frecuentación del Café del Nogal. Sin
               embargo,  era  sitio  de  mal  agüero.  Los  antiguos  y  desacreditados  jefes  del
               Partido  se  habían  reunido  allí  antes  de  ser  «purgados»  definitivamente.  Se

               decía que al mismo Goldstein lo habían visto allí algunas veces hacía años o
               décadas. Por tanto, el destino de Syme no era difícil de predecir. Pero, por otra
               parte, era indudable que si aquel hombre olía —sólo por tres segundos— las
               opiniones secretas de Winston, lo denunciaría inmediatamente a la Policía del
               Pensamiento. Por supuesto, cualquier otro lo haría; Syme se daría más prisa.
               Pero no bastaba con el celo. La ortodoxia era la inconsciencia.


                   Syme levantó la vista:

                   —Aquí viene Parsons —dijo.

                   Algo en el tono de su voz parecía añadir, «ese idiota». Parsons, vecino de
               Winston  en  las  Casas  de  la  Victoria,  se  abría  paso  efectivamente  por  la
               atestada  cantina.  Era  un  individuo  de  mediana  estatura  con  cabello  rubio  y
               cara de rana. A los treinta y cinco años tenía ya una buena cantidad de grasa en
               el cuello y en la cintura, pero sus movimientos eran ágiles y juveniles. Todo su
               aspecto  hacía  pensar  en  un  muchacho  con  excesiva  corpulencia,  hasta  tal

               punto que, a pesar de vestir el «mono» reglamentario, era casi imposible no
               figurárselo con los pantalones cortos y azules, la camisa gris y el pañuelo rojo
               de  los  Espías.  Al  verlo,  se  pensaba  siempre  en  escenas  de  la  organización
               juvenil. Y, en efecto, Parsons se ponía shorts para cada excursión colectiva o
               cada vez que cualquier actividad física de la comunidad le daba una disculpa

               para hacerlo. Saludó a ambos con un alegre ¡Hola, hola!, y sentóse a la mesa
               esparciendo un intenso olor a sudor. Su rojiza cara estaba perlada de gotitas de
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