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libertad no exista? Todo el clima del pensamiento será distinto. En realidad, no
               habrá  pensamiento  en  el  sentido  en  que  ahora  lo  entendemos.  La  ortodoxia
               significa  no  pensar,  no  necesitar  el  pensamiento.  Nuestra  ortodoxia  es  la
               inconsciencia.

                   De  pronto  tuvo  Winston  la  profunda  convicción  de  que  uno  de  aquellos
               días vaporizarían a Syme. Es demasiado inteligente. Lo ve todo con demasiada
               claridad y habla con demasiada sencillez. Al Partido no le gustan estas gentes.

               Cualquier día desaparecerá. Lo lleva escrito en la cara.

                   Winston había terminado el pan y el queso. Se volvió un poco para beber
               la terrina de café. En la mesa de la izquierda, el hombre de la voz estridente
               seguía  hablando  sin  cesar.  Una  joven,  que  quizás  fuera  su  secretaria  y  que
               estaba sentada de espaldas a Winston, le escuchaba y asentía continuamente.
               De vez en cuando, Winston captaba alguna observación como: «Cuánta razón
               tienes» o «No sabes hasta qué punto estoy de acuerdo contigo», en una voz

               juvenil  y  algo  tonta.  Pero  la  otra  voz  no  se  detenía  ni  siquiera  cuando  la
               muchacha decía algo. Winston conocía de vista a aquel hombre aunque sólo
               sabía que ocupaba un puesto importante en el Departamento de Novela. Era un
               hombre  de  unos  treinta  años  con  un  poderoso  cuello  y  una  boca  grande  y
               gesticulante.

                   Estaba un poco echado hacia atrás en su asiento y los cristales de sus gafas

               reflejaban la luz y le presentaban a Winston dos discos vacíos en vez de un par
               de  ojos.  Lo  inquietante  era  que  del  torrente  de  ruido  que  salía  de  su  boca
               resultaba  casi  imposible  distinguir  una  sola  palabra.  Sólo  un  cabo  de  frase
               comprendió        Winston      —«completa         y    definitiva     eliminación      del
               goldsteinismo»—, pronunciado con tanta rapidez que parecía salir en un solo

               bloque como la línea, fundida en plomo, de una linotipia. Lo demás era sólo
               ruido, un cuac-cuac-cuac, y, sin embargo, aunque no se podía oír lo que decía,
               era  seguro  que  se  refería  a  Goldstein  acusándolo  y  exigiendo  medidas  más
               duras  contra  los  criminales  del  pensamiento  y  los  saboteadores.  Sí,  era
               indudable que lanzaba diatribas contra las atrocidades del ejército eurasiático y
               que alababa al Gran Hermano o a los héroes del frente malabar. Fuera lo que
               fuese,  se  podía  estar  seguro  de  que  todas  sus  palabras  eran  ortodoxia  pura.

               Ingsoc  cien  por  cien.  Al  contemplar  el  rostro  sin  ojos  con  la  mandíbula  en
               rápido movimiento, tuvo Winston la curiosa sensación de que no era un ser
               humano, sino una especie de muñeco. No hablaba el cerebro de aquel hombre,
               sino  su  laringe.  Lo  que  salía  de  ella  consistía  en  palabras,  pero  no  era  un
               discurso en el verdadero sentido, sino un ruido inconsciente como el cuac-cuac
               de un pato.

                   Syme se había quedado silencioso unos momentos y con el mango de la

               cucharilla trazaba dibujos entre los restos del guisado. La voz de la otra mesa
               seguía con su rápido cuac-cuac, fácilmente perceptible a pesar de la algarabía
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