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extraordinaria  mezcla  de  sentimientos,  pero  en  realidad  no  era  una  mezcla,
               sino una sucesión de capas o estratos de sentimientos en que no se sabía cuál
               era la capa predominante.

                   Le pasó aquel sobresalto. Volvió a poner la pieza en su sitio, pero por un
               instante  no  pudo  concentrarse  en  el  problema  de  ajedrez.  Sus  pensamientos
               volvieron a vagar. Casi conscientemente trazó con su dedo en el polvo de la
               mesa:


                   2+2=

                   «Dentro  de  ti  no  pueden  entrar  nunca»,  le  había  dicho  Julia.  Pues,  sí,
               podían  penetrar  en  uno.  «Lo  que  te  ocurre  aquí  es  para  siempre»,  le  había
               dicho O'Brien. Eso era verdad. Había cosas, los actos propios, de las que no
               era  posible  rehacerse.  Algo  moría  en  el  interior  de  la  persona;  algo  se
               quemaba,  se  cauterizaba.  Winston  la  había  visto,  incluso  había  hablado  con

               ella. Ningún peligro había en esto. Winston sabía instintivamente que ahora
               casi no se interesaban por lo que él hacía. Podía haberse citado con ella si lo
               hubiera deseado. Esa única vez se habían encontrado por casualidad. Fue en el
               Parque, un día muy desagradable de marzo en que la tierra parecía hierro y
               toda la hierba había muerto. Winston andaba rápidamente contra el viento, con
               las manos heladas y los ojos acuosos, cuando la vio a menos de diez metros de
               distancia.  En  seguida  le  sorprendió  que  había  cambiado  de  un  modo

               indefinible. Se cruzaron sin hacerse la menor señal. Él se volvió y la siguió,
               pero sin un interés desmedido. Sabía que ya no había peligro, que nadie se
               interesaba por ellos. Julia no le hablaba. Siguió andando en dirección oblicua
               sobre el césped, como si tratara de librarse de él, y luego pareció resignarse a
               llevarlo a su lado. Por fin, llegaron bajo unos arbustos pelados que no podían

               servir  ni  para  esconderse  ni  para  protegerse  del  viento.  Allí  se  detuvieron.
               Hacía un frío molestísimo. El viento silbaba entre las ramas. Winston le rodeó
               la cintura con un brazo.

                   No había telepantallas, pero debía de haber micrófonos ocultos. Además,
               podían verlos desde cualquier parte. No importaba; nada importaba. Podrían
               haberse  echado  sobre  el  suelo  y  hacer  eso  si  hubieran  querido.  Su  carne  se
               estremeció de horror tan sólo al pensarlo. Ella no respondió cuando la agarró

               del  brazo,  ni  siquiera  intentó  desasirse.  Ya  sabía  Winston  lo  que  había
               cambiado en ella. Tenía el rostro más demacrado y una larga cicatriz, oculta en
               parte por el cabello, le cruzaba la frente y la sien; pero el verdadero cambio no
               radicaba en eso. Era que la cintura se le había ensanchado mucho y toda ella
               estaba rígida. Recordó Winston como una vez después de la explosión de una
               bomba cohete había ayudado a sacar un cadáver de entre unas ruinas y le había
               asombrado no sólo su increíble peso, sino su rigidez y lo difícil que resultaba

               manejarlo, de modo que más parecía piedra que carne. El cuerpo de Julia le
               producía ahora la misma sensación. Se le ocurrió pensar que la piel de esta
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