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sabías. Todos lo saben. Lo que hay en la habitación 101 es lo peor del mundo.

                   La puerta volvió a abrirse. Entró un guardia que llevaba algo, un objeto
               hecho de alambres, algo así como una caja o una cesta. La colocó sobre la
               mesa próxima a la puerta: a causa de la posición de O'Brien, no podía Winston
               ver lo que era aquello.

                   —Lo  peor  del  mundo  —continuó  O'Brien—  varía  de  individuo  a

               individuo. Puede ser que le entierren vivo o morir quemado, o ahogado o de
               muchas otras maneras. A veces se trata de una cosa sin importancia, que ni
               siquiera es mortal, pero que para el individuo es lo peor del mundo.

                   Se había apartado un poco de modo que Winston pudo ver mejor lo que
               había en la mesa. Era una jaula alargada con un asa arriba para llevarla. En la
               parte  delantera  había  algo  que  parecía  una  careta  de  esgrima  con  la  parte
               cóncava hacia afuera. Aunque estaba a tres o cuatro metros de él pudo ver que

               la jaula se dividía a lo largo en dos departamentos y que algo se movía dentro
               de cada uno de ellos. Eran ratas.

                   —En tu caso —dijo O'Brien—, lo peor del mundo son las ratas.

                   Winston,  en  cuanto  entrevió  al  principio  la  jaula,  sintió  un  temblor
               premonitorio, un miedo a no sabía qué. Pero ahora, al comprender para qué
               servía aquella careta de alambre, parecían deshacérsele los intestinos.

                   —¡No puedes hacer eso! —gritó con voz descompuesta— ¡Es imposible!

               ¡No puedes hacerme eso!

                   —Recuerdas —dijo O'Brien— el momento de pánico que surgía repetidas
               veces en tus sueños? Había frente a ti un muro de negrura y en los oídos te
               vibraba un fuerte zumbido. Al otro lado del muro había algo terrible. Sabías
               que sabías lo que era, pero no te atrevías a sacarlo a tu consciencia. Pues bien,
               lo que había al otro lado del muro eran ratas.

                   —¡O'Brien! —dijo Winston, haciendo un esfuerzo para controlar su voz—.

               Sabes muy bien que esto no es necesario. ¿Qué quieres que diga?

                   O'Brien  no  contestó  directamente.  Había  hablado  con  su  característico
               estilo  de  maestro  de  escuela.  Miró  pensativo  al  vacío,  como  si  estuviera
               dirigiéndose a un público que se encontraba detrás de Winston.

                   —El dolor no basta siempre. Hay ocasiones en que un ser humano es capaz
               de resistir el dolor incluso hasta bordear la muerte. Pero para todos hay algo

               que no puede soportarse, algo tan inaguantable que ni siquiera se puede pensar
               en ello. No se trata de valor ni de cobardía. Si te estás cayendo desde una gran
               altura, no es cobardía que te agarres a una cuerda que encuentres a tu caída. Si
               subes a la superficie desde el fondo de un río, no es cobardía llenar de aire los
               pulmones. Es sólo un instinto que no puede ser desobedecido. Lo mismo te
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