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tablero de ajedrez le esperaba siempre, y siempre le reservaban la mesa del

               rincón.  Aunque  el  café  estuviera  lleno,  tenía  aquella  mesa  libre,  pues  nadie
               quería que lo vieran sentado demasiado cerca de él. Nunca se preocupaba de
               contar sus bebidas. A intervalos irregulares le presentaban un papel sucio que
               le  decían  era  la  cuenta,  pero  Winston  tenía  la  impresión  de  que  siempre  le
               cobraban más de lo debido. No le importaba. Ahora siempre le sobraba dinero.

               Le  habían  dado  un  cargo,  una  ganga  donde  cobraba  mucho  más  que  en  su
               antigua colocación.

                   La  música  de  la  telepantalla  se  interrumpió  y  sonó  una  voz.  Winston
               levantó la cabeza para escuchar. Pero no era un comunicado del frente; sólo un
               breve anuncio del Ministerio de la Abundancia. En el trimestre pasado, ya en
               el décimo Plan Trienal, la cantidad de cordones para los zapatos que se pensó

               producir había sido sobrepasada en un noventa y ocho por ciento.
                   Estudió el problema de ajedrez y colocó las piezas. Era un final ingenioso.

               «Juegan las blancas y mate en dos jugadas.» Winston miró el retrato del Gran
               Hermano.  Las  blancas  siempre  ganan,  pensó  con  un  confuso  misticismo.
               Siempre,  sin  excepción;  está  dispuesto  así.  En  ningún  problema  de  ajedrez,
               desde el principio del mundo, han ganado las negras ninguna vez. ¿Acaso no
               simbolizan las blancas el invariable triunfo del Bien sobre el Mal? El enorme

               rostro miraba a Winston con su poderosa calma. Las blancas siempre ganan.

                   La voz de la telepantalla se interrumpió y añadió en un tono diferente y
               mucho  más  grave:  «Estad  preparados  para  escuchar  un  importante
               comunicado  a  las  quince  treinta.  ¡Quince  treinta!  Son  noticias  de  la  mayor
               importancia.  Cuidado  con  no  perdérselas.  ¡Quince  treinta!».  La  musiquilla
               volvió a sonar.

                   A Winston le latió el corazón con más rapidez. Sería el comunicado del

               frente; su instinto le dijo que habría malas noticias. Durante todo el día había
               pensado con excitación en la posible derrota aplastante en África. Le parecía
               estar viendo al ejército eurasiático cruzando la frontera que nunca había sido
               violada y derramándose por aquellos territorios de Oceanía como una columna
               de  hormigas.  ¿Cómo  no  había  sido  posible  atacarlos  por  el  flanco  de  algún
               modo? Recordaba con toda exactitud el dibujo de la costa occidental africana.

               Cogió una pieza y la movió en el ajedrez. Aquél era el sitio adecuado. Pero a
               la vez que veía la horda negra avanzando hacia el Sur, vio también otra fuerza,
               misteriosamente reunida, que de repente había cortado por la retaguardia todas
               las comunicaciones terrestres y marítimas del enemigo. Sentía Winston como
               si por la fuerza de su voluntad estuviera dando vida a esos ejércitos salvadores.
               Pero había que actuar con rapidez. Si el enemigo dominaba toda el África, si
               lograban  tener  aeródromos  y  bases  de  submarinos  en  El  Cabo,  cortarían  a

               Oceanía en dos. Esto podía significarlo todo: la derrota, una nueva división del
               mundo,  la  destrucción  del  Partido.  Winston  respiró  hondamente.  Sentía  una
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