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pensar era la única esperanza. De pronto, el asqueroso olor de las ratas le dio
               en  el  olfato  como  si  hubiera  recibido  un  tremendo  golpe.  Sintió  violentas
               náuseas  y  casi  perdió  el  conocimiento.  Todo  lo  veía  negro.  Durante  unos
               instantes se convirtió en un loco, en un animal que chillaba desesperadamente.
               Sin embargo, de esas tinieblas fue naciendo una idea. Sólo había una manera
               de salvarse. Debía interponer a otro ser humano, el cuero de otro ser humano

               entre las ratas y él.

                   El círculo que ajustaba la careta era lo bastante ancho para taparle la visión
               de todo lo que no fuera la puertecita de alambre situada a dos palmos de su
               cara. Las ratas sabían lo que iba a pasar ahora. Una de ellas saltaba alocada,
               mientras  que  la  otra,  mucho  más  vieja,  se  apoyaba  con  sus  patas  rosadas  y
               husmeaba  con  ferocidad.  Winston  veía  sus  patillas  y  sus  dientes  amarillos.

               Otra vez se apoderó de él un negro pánico. Estaba ciego, desesperado, con el
               cerebro vacío.

                   —Era un castigo muy corriente en la China imperial —dijo O'Brien, tan
               didáctico como siempre.

                   La careta le apretaba la cara. El alambre le arañaba las mejillas. Luego...,
               no, no fue alivio, sino sólo esperanza, un diminuto fragmento de esperanza.
               Demasiado tarde, quizás fuese ya demasiado tarde. Pero había comprendido de
               pronto que en todo el mundo sólo había una persona a la que pudiese transferir

               su castigo, un cuerpo que podía arrojar entre las ratas y él. Y empezó a gritar
               una y otra vez, frenéticamente:

                   —¡Házselo a Julia! ¡Házselo a Julia! ¡A mí, no! ¡A Julia! No me importa lo
               que le hagas a ella. Desgárrale la cara, descoyúntale los huesos. ¡Pero a mí,
               no! ¡A Julia! ¡A mí, no!

                   Caía hacia atrás hundiéndose en enormes abismos, alejándose de las ratas a

               vertiginosa  velocidad.  Estaba  todavía  atado  a  la  silla,  pero  había  pasado  a
               través del suelo, de los muros del edificio, de la tierra, de los océanos, e iba
               lanzado por la atmósfera en los espacios interestelares, alejándose sin cesar de
               las  ratas...  Se  encontraba  ya  a  muchos  años-luz  de  distancia,  pero  O'Brien
               estaba aún a su lado. Todavía le apretaba el alambre en las mejillas. Pero en la
               oscuridad que lo envolvía oyó otro chasquido metálico y sabía que el primer
               resorte había vuelto a funcionar y la jaula no había llegado a abrirse.






                                                   CAPÍTULO VI




                   El Nogal estaba casi vacío. Un rayo de sol entraba por una ventana y caía,
               amarillento, sobre las polvorientas mesas. Era la solitaria hora de las quince.
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