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ocurre  ahora  con  las  ratas.  Para  ti  son  lo  más  intolerable  del  mundo,
               constituyen una presión que no puedes resistir aunque te esfuerces en ello. Por
               eso las ratas te harán hacer lo que se te pide.

                   —Pero, ¿de qué se trata? ¿Cómo puedo hacerlo si no sé lo que es?

                   O'Brien  levantó  la  jaula  y  la  puso  en  la  mesa  más  próxima  a  Winston,
               colocándola cuidadosamente sobre la gamuza. Winston podía oírse la sangre

               zumbándole  en  los  oídos.  Se  sentía  más  abandonado  que  nunca.  Estaba  en
               medio de una gran llanura solitaria, un inmenso desierto quemado por el sol y
               le llegaban todos los sonidos desde distancias inconmensurables. Sin embargo,
               la jaula de las ratas estaba sólo a dos metros de él. Eran ratas enormes. Tenían
               esa edad en que el hocico de las ratas se vuelve hiriente y feroz y su piel es
               parda en vez de gris.

                   —La rata —dijo O'Brien, que seguía dirigiéndose a su público invisible—,

               a pesar de ser un roedor, es carnívora. Tú lo sabes. Habrás oído lo que suele
               ocurrir en los barrios pobres de nuestra ciudad. En algunas calles, las mujeres
               no se atreven a dejar a sus niños solos en las casas ni siquiera cinco minutos.
               Las ratas los atacan, y bastaría muy poco tiempo para que sólo quedaran de
               ellos  los  huesos.  También  atacan  a  los  enfermos  y  a  los  moribundos.
               Demuestran  poseer  una  asombrosa  inteligencia  para  conocer  cuándo  está
               indefenso un ser humano.


                   Las  ratas  chillaban  en  su  jaula.  Winston  las  oía  como  desde  una  gran
               distancia.  Las  ratas  luchaban  entre  ellas;  querían  alcanzarse  a  través  de  la
               división  de  alambre.  Oyó  también  un  profundo  y  desesperado  gemido.  Ese
               gemido era suyo.

                   O'Brien levantó la jaula y, al hacerlo, apretó algo sobre ella. Era un resorte.
               Winston hizo un frenético esfuerzo por desligarse de la silla. Era inútil: todas

               las  partes  de  su  cuerpo,  incluso  su  cabeza,  estaban  inmovilizadas
               perfectamente. O'Brien le acercó más la jaula. La tenía Winston a menos de un
               metro de su cara.

                   —He  apretado  el  primer  resorte  —dijo  O'Brien—.  Supongo  que
               comprenderás  cómo  está  construida  esta  jaula.  La  careta  se  adaptará  a  tu
               cabeza, sin dejar salida alguna. Cuando yo apriete el otro resorte, se levantará

               el cierre de la jaula. Estos bichos, locos de hambre, se lanzarán contra ti como
               balas. ¿Has visto alguna vez cómo se lanza una rata por el aire? Así te saltarán
               a la cara. A veces atacan primero a los ojos. Otras veces se abren paso a través
               de las mejillas y devoran la lengua.

                   La  jaula  se  acercaba;  estaba  ya  junto  a  él.  Winston  oyó  una  serie  de
               chillidos  que  parecían  venir  de  encima  de  su  cabeza.  Luchó  furiosamente
               contra su propio pánico. Pensar, pensar, aunque sólo fuera medio segundo...,
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