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mujer sería ahora de una contextura diferente.

                   No intentó besarla ni hablaron. Cuando marchaban juntos por el césped, lo
               miró  Julia  a  la  cara  por  primera  vez.  Fue  sólo  una  mirada  fugaz,  llena  de
               desprecio y de repugnancia. Se preguntó Winston si esta adversión procedía
               sólo  de  sus  relaciones  pasadas,  o  si  se  la  inspiraba  también  su  desfigurado
               rostro y el agüilla que le salía de los ojos. Sentáronse en dos sillas de hierro
               uno al lado del otro, pero no demasiado juntos. Winston notó que Julia estaba

               a punto de hablar. Movió unos cuantos centímetros el basto zapato y aplastó
               con él una rama. Su pie parecía ahora más grande, pensó Winston. Julia, por
               fin, dijo sólo esto:

                   —Te traicioné.

                   —Yo también te traicioné —dijo él.

                   Julia lo miró otra vez con disgusto. Y dijo:


                   —A veces te amenazan con algo..., algo que no puedes soportar, que ni
               siquiera puedes imaginarte sin temblar. Y entonces dices: «No me lo hagas a
               mí, házselo a otra persona, a Fulano de Tal». Y quizá pretendas, más adelante,
               que  fue  sólo  un  truco  y  que  lo  dijiste  únicamente  para  que  dejaran  de
               martirizarte y que no lo pensabas de verdad. Pero, no. Cuando ocurre eso se
               desea de verdad y se desea que a la otra persona se lo hicieran. Crees entonces
               que no hay otra manera de salvarte y estás dispuesto a salvarte así. Deseas de

               todo corazón que eso tan terrible le ocurra a la otra persona y no a ti. No te
               importa en absoluto lo que pueda sufrir. Sólo te importas entonces tú mismo.

                   —Sólo te importas entonces tú mismo —repitió Winston como un eco.

                   —Y después de eso no puedes ya sentir por la otra persona lo mismo que
               antes.

                   —No —dijo él—; no se siente lo mismo.

                   No parecían tener más que decirse. El viento les pegaba a los cuerpos sus

               ligeros «monos». A los pocos instantes les producía una sensación embarazosa
               seguir allí callados. Además, hacía demasiado frío para estarse quietos. Julia
               dijo algo sobre que debía coger el Metro y se levantó para marcharse.

                   —Tenemos que vernos otro día —dijo Winston.

                   —Sí, tenemos que vernos —dijo ella.

                   Winston, irresoluto, la siguió un poco. Iba a unos pasos detrás de ella. No
               volvieron a hablar. Aunque Julia no le dijo que se apartara, andaba muy rápida

               para evitar que fuese junto a ella. Winston se había decidido a acompañarla a
               la estación del Metro, pero de repente se le hizo un mundo tener que andar con
               tanto frío. Le parecía que aquello no tenía sentido. No era tanto el deseo de
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