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apartarse de Julia como el de regresar al café lo que le impulsaba, pues nunca
le había atraído tanto El Nogal como en este momento. Tenía una visión
nostálgica de su mesa del rincón, con el periódico, el ajedrez y la ginebra que
fluía sin cesar. Sobre todo, allí haría calor. Por eso, poco después y no sólo
accidentalmente, se dejó separar de ella por una pequeña aglomeración de
gente. Hizo un desganado intento de volver a seguirla, pero disminuyó el paso
y se volvió, marchando en dirección opuesta. Cinco metros más allá se volvió
a mirar. No había demasiada circulación, pero ya no podía distinguirla. Julia
podría haber sido cualquiera de doce figuras borrosas que se apresuraban en
dirección al Metro. Es posible que no pudiera reconocer ya su cuerpo tan
deformado.
«Cuando ocurre eso, se desea de verdad», y él lo había pensado en serio.
No solamente lo había dicho, sino que lo había deseado. Había deseado que
fuera ella y no él quien tuviera que soportar a las...
Se produjo un sutil cambio en la música que brotaba de la telepantalla.
Apareció una nota humorística, «la nota amarilla». Una voz —quizá no
estuviera sucediendo de verdad, sino que fuera sólo un recuerdo que tomase
forma de sonido— cantaba:
Bajo el Nogal de las ramas extendidas
yo te vendí y tú me vendiste.
Winston tenía los ojos más lacrimosos que de costumbre. Un camarero que
pasaba junto a él vio que tenía vacío el vaso y volvió a llenárselo de la botella
de ginebra.
Winston olió el líquido. Aquello estaba más repugnante cuanto más lo
bebía, pero era el elemento en que él nadaba. Era su vida, su muerte y su
resurrección. La ginebra lo hundía cada noche en un sopor animal, y también
era la ginebra lo que le hacía revivir todas las mañanas. Al despertarse —rara
vez antes de las once— con los párpados pegajosos, una boca pastosa y la
espalda —que parecía habérsele partido— le habría sido imposible echarse
abajo de la cama si no hubiera tenido siempre en la mesa de noche la botella
de ginebra y una taza. Durante la mañana se quedaba escuchando la
telepantalla con una expresión pétrea y la botella siempre a mano. Desde las
quince hasta la hora de cerrar, se pasaba todo el tiempo en El Nogal. Nadie se
preocupaba de lo que hiciera, no le despertaba ningún silbato ni le dirigía
advertencias la telepantalla. Dos veces a la semana iba a un despacho
polvoriento, que parecía un rincón olvidado, en el Ministerio de la Verdad, y
trabajaba un poco, si a aquello podía llamársele trabajo. Había sido nombrado
miembro de un subcomité de otro subcomité que dependía de uno de los
innumerables subcomités que se ocupaban de las dificultades de menos
importancia planteadas por la preparación de la onceava edición del