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Diccionario  de  Neolengua.  En  aquel  despacho  se  dedicaban  a  redactar  algo
               que  llamaban  el  informe  provisional,  pero  Winston  nunca  había  llegado  a
               enterarse de qué tenían que informar. Tenía alguna relación con la cuestión de
               si las comas deben ser colocadas dentro o fuera de las comillas. Había otros
               cuatro en el subcomité, todos en situación semejante a la de Winston. Algunos
               días  se  marchaban  apenas  se  habían  reunido  después  de  reconocer

               sinceramente que no había nada que hacer. Pero otros días se ponían a trabajar
               casi  con  encarnizamiento  haciendo  grandes  alardes  de  aprovechamiento  del
               tiempo redactando largos informes que nunca terminaban. En esas ocasiones
               discutían sobre cuál era el asunto sobre cuya discusión se les había encargado
               y  esto  los  llevaba  a  complicadas  argumentaciones  y  sutiles  distingos  con
               interminables  digresiones,  peleas,  amenazas  e  incluso  recurrían  a  las
               autoridades  superiores.  Pero  de  pronto  parecía  retirárseles  la  vida  y  se

               quedaban  inmóviles  en  torno  a  la  mesa  mirándose  unos  a  otros  con  ojos
               apagados como fantasmas que se esfuman con el canto del gallo.

                   La telepantalla estuvo un momento silenciosa. Winston levantó la cabeza
               otra vez. ¡El comunicado! Pero no, sólo era un cambio de música. Tenía el
               mapa de África detrás de los párpados, el movimiento de los ejércitos que él
               imaginaba  era  este  diagrama;  una  flecha  negra  dirigiéndose  verticalmente

               hacia  el  Sur  y  una  flecha  blanca  en  dirección  horizontal,  hacia  el  Este,
               cortando la cola de la primera. Como para darse ánimos, miró el imperturbable
               rostro del retrato, ¿Podía concebirse que la segunda flecha no existiera?

                   Volvió a aflojársele el interés. Bebió más ginebra, cogió la pieza blanca e
               hizo un intento de jugada. Pero no era aquélla la jugada acertada, porque...

                   Sin  quererlo,  le  flotó  en  la  memoria  un  recuerdo.  Vio  una  habitación

               iluminada por la luz de una vela con una gran cama de madera clara y él, un
               chico de nueve o diez años que estaba sentado en el suelo agitando un cubilete
               de dados y riéndose excitado. Su madre estaba sentada frente a él y también se
               reía. Aquello debió de ocurrir un mes antes de desaparecer ella. Fueron unos
               momentos de reconciliación en que Winston no sentía aquel hambre imperiosa
               y le había vuelto temporalmente el cariño por su madre. Recordaba bien aquel
               día, un día húmedo de lluvia continua. El agua chorreaba monótona por los

               cristales de las ventanas y la luz del interior era demasiado débil para leer. El
               aburrimiento de los dos niños en la triste habitación era insoportable. Winston
               gimoteaba,  pedía  inútilmente  que  le  dieran  de  comer,  recorría  la  habitación
               revolviéndolo  todo  y  dando  patadas  hasta  que  los  vecinos  tuvieron  que
               protestar. Mientras, su hermanita lloraba sin parar. Al final le dijo su madre:
               «Sé bueno y te compraré un juguete. Sí, un juguete precioso que te gustará

               mucho».  Y  había  salido  a  pesar  de  la  lluvia  para  ir  a  unos  almacenes  que
               estaban  abiertos  a  esa  hora  y  volvió  con  una  caja  de  cartón  conteniendo  el
               juego llamado «De las serpientes y las escaleras». Era muy modesto. El cartón
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