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estaba rasgado y los pequeños dados de madera, tan mal cortados que apenas
se sostenían. Winston recordaba el olor a humedad del cartón. Había mirado el
juego de mal humor. No le interesaba gran cosa. Pero entonces su madre
encendió una vela y se sentaron en el suelo a jugar. Jugaron ocho veces
ganando cuatro cada uno. La hermanita, demasiado pequeña para comprender
de qué trataba el juego, miraba y se reía porque los veía reír a ellos dos.
Habían pasado la tarde muy contentos, como cuando él era más pequeño.
Apartó de su mente estas imágenes. Era un falso recuerdo. De vez en
cuando le asaltaban falsos recuerdos. Esto no importaba mientras que se
supiera lo que era. Winston volvió a fijar la atención en el tablero de ajedrez,
pero casi en el mismo instante dio un salto como si lo hubieran pinchado con
un alfiler.
Un agudo trompetazo perforó el aire: Era el comunicado, ¡victoria!;
siempre significaba victoria la llamada de la trompeta antes de las noticias.
Una especie de corriente eléctrica recorrió a todos los que se hallaban en el
café. Hasta los camareros se sobresaltaron y aguzaron el oído.
La trompeta había dado paso a un enorme volumen de ruido. Una voz
excitada gritaba en la telepantalla, pero apenas había empezado fue ahogada
por una espantosa algarabía en las calles. La noticia se había difundido como
por arte de magia. Winston había oído lo bastante para saber que todo había
sucedido como él lo había previsto: una inmensa armada, reunida
secretamente, un golpe repentino a la retaguardia del enemigo, la flecha blanca
destrozando la cola de la flecha negra. Entre el estruendo se destacaban trozos
de frases triunfales: «Amplia maniobra estratégica... perfecta coordinación...
tremenda derrota... medio millón de prisioneros... completa desmoralización...
controlamos el África entera... La guerra se acerca a su final... victoria... la
mayor victoria en la historia de la Humanidad. ¡Victoria, victoria, victoria!».
Bajo la mesa, los pies de Winston hacían movimientos convulsivos. No se
había movido de su asiento, pero mentalmente estaba corriendo, corriendo a
vertiginosa velocidad, se mezclaba con la multitud, gritaba hasta ensordecer.
Volvió a mirar el retrato del Gran Hermano. ¡Aquél era el coloso que
dominaba el mundo! ¡La roca contra la cual se estrellaban en vano las hordas
asiáticas! Recordó que sólo hacía diez minutos —sí, diez minutos tan sólo—
todavía se equivocaba su corazón al dudar si las noticias del frente serían de
victoria o de derrota. ¡Ah, era más que un ejército eurasiático lo que había
perecido! Mucho había cambiado en él desde aquel primer día en el Ministerio
del Amor, pero hasta ahora no se había producido la cicatrización final e
indispensable, el cambio salvador. La voz de la telepantalla seguía
enumerando el botín, la matanza, los prisioneros, pero la gritería callejera
había amainado un poco. Los camareros volvían a su trabajo. Uno de ellos
acercó la botella de ginebra. Winston, sumergido en su feliz ensueño, no