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Las telepantallas emitían una musiquilla ligera.

                   Winston, sentado en su rincón de costumbre, contemplaba un vaso vacío.
               De vez en cuando levantaba la mirada a la cara que le miraba fijamente desde
               la pared de enfrente. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decía el letrero. Sin
               que se lo pidiera, un camarero se acercó a llenarle el vaso con ginebra de la
               Victoria, echándole también unas cuantas gotas de otra botella que tenía un
               tubito  atravesándole  el  tapón.  Era  sacarina  aromatizada  con  clavo,  la

               especialidad de la casa.

                   Winston  escuchaba  la  telepantalla.  Sólo  emitía  música,  pero  había  la
               posibilidad de que de un momento a otro diera su comunicado el Ministerio de
               la Paz. Las noticias del frente africano eran muy intranquilizadoras. Winston
               había  estado  muy  preocupado  todo  el  día  por  esto.  Un  ejército  eurasiático
               (Oceanía  estaba  en  guerra  con  Eurasia;  Oceanía  había  estado  siempre  en
               guerra  con  Eurasia)  avanzaba  hacia  el  sur  con  aterradora  velocidad.  El

               comunicado de mediodía no se había referido a ninguna zona concreta, pero
               probablemente a aquellas horas se lucharía ya en la desembocadura del Congo.
               Brazzaville  y  Leopoldville  estaban  en  peligro.  No  había  que  mirar  ningún
               mapa  para  saber  lo  que  esto  significaba.  No  era  sólo  cuestión  de  perder  el
               África central. Por primera vez en la guerra, el territorio de Oceanía se veía

               amenazado.

                   Una  violenta  emoción,  no  exactamente  miedo,  sino  una  especie  de
               excitación indiferenciada, se apoderó de él, para luego desaparecer. Dejó de
               pensar en la guerra. En aquellos días no podía fijar el pensamiento en ningún
               tema más que unos momentos. Se bebió el vaso de un golpe. Como siempre, le
               hizo estremecerse e incluso sentir algunas arcadas.

                   El líquido era horrible. El clavo y la sacarina, ya de por sí repugnantes, no

               podían suprimir el aceitoso sabor de la ginebra, y lo peor de todo era que el
               olor de la ginebra, que le acompañaba día y noche, iba inseparablemente unido
               en su mente con el olor de aquellas…

                   Nunca las nombraba, ni siquiera en sus más recónditos pensamientos. Era
               algo de que Winston tenía una confusa conciencia, un olor que llevaba siempre
               pegado a la nariz. La ginebra le hizo eructar. Había engordado desde que lo
               soltaron,  recobrando  su  antiguo  buen  color,  que  incluso  se  le  había

               intensificado.  Tenía  las  facciones  más  bastas,  la  piel  de  la  nariz  y  de  los
               pómulos  era  rojiza  y  rasposa,  e  incluso  su  calva  tenía  un  tono  demasiado
               colorado.  Un  camarero,  también  sin  que  él  se  lo  hubiera  pedido,  le  trajo  el
               tablero de ajedrez y el número del Times correspondiente a aquel día, doblado
               de manera que estuviese a la vista el problema de ajedrez. Luego, viendo que

               el vaso de Winston estaba vacío, le trajo la botella de ginebra y lo llenó. No
               había que pedir nada. Los camareros conocían las costumbres de Winston. El
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