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prestó  atención  mientras  le  llenaban  el  vaso.  Ya  no  se  veía  corriendo  ni
               gritando, sino de regreso al Ministerio del Amor, con todo olvidado, con el
               alma blanca como la nieve. Estaba confesándolo todo en un proceso público,
               comprometiendo a todos. Marchaba por un claro pasillo con la sensación de
               andar al sol y un guardia armado lo seguía. La bala tan esperada penetraba por
               fin en su cerebro.

                   Contempló  el  enorme  rostro.  Le  había  costado  cuarenta  años  saber  qué

               clase  de  sonrisa  era  aquella  oculta  bajo  el  bigote  negro.  ¡Qué  cruel  e  inútil
               incomprensión! ¡Qué tozudez la suya exilándose a sí mismo de aquel corazón
               amante! Dos lágrimas, perfumadas de ginebra, le resbalaron por las mejillas.
               Pero  ya  todo  estaba  arreglado,  todo  alcanzaba  la  perfección,  la  lucha  había
               terminado.  Se  había  vencido  a  sí  mismo  definitivamente.  Amaba  al  Gran

               Hermano.
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