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conseguir.

                   Durante todo este tiempo, no dejaba de preguntarse con un rincón de su
               cerebro  cuánto  tardarían  en  matarlo.  «Todo  depende  de  ti»,  le  había  dicho
               O'Brien, pero Winston sabía muy bien que no podía abreviar ese plazo con
               ningún acto consciente. Podría tardar diez minutos o diez años. Podían tenerlo
               muchos  años  aislado,  mandarlo  a  un  campo  de  trabajos  forzados  o  soltarlo
               durante algún tiempo, como solían hacer. Era perfectamente posible que antes

               de  matarlo  le  hicieran  representar  de  nuevo  todo  el  drama  de  su  detención,
               interrogatorios, etc. Lo cierto era que la muerte nunca llegaba en un momento
               esperado. La tradición —no la tradición oral, sino un conocimiento difuso que
               le hacía a uno estar seguro de ello aunque no lo hubiera oído nunca— era que
               le mataban a uno por detrás de un tiro en la nuca. Un tiro que llegaba sin aviso

               cuando le llevaban a uno de celda en celda por un pasillo.
                   Un día cayó en una ensoñación extraña. Se veía a sí mismo andando por un

               corredor en espera del disparo. Sabía que dispararían de un momento a otro.
               Todo estaba ya arreglado, se había reconciliado plenamente con el Partido. No
               más  dudas  ni  más  discusiones;  no  más  dolor  ni  miedo.  Tenía  el  cuerpo
               saludable y fuerte. Andaba con gusto, contento de moverse él solo. Ya no iba
               por  los  estrechos  y  largos  pasillos  del  Ministerio  del  Amor,  sino  por  un

               pasadizo de enorme anchura iluminado por el sol, un corredor de un kilómetro
               de anchura por el cual había transitado ya en aquel delirio que le produjeron
               las drogas. Se hallaba en el País Dorado siguiendo unas huellas en los pastos
               roídos por los conejos. Sentía el muelle césped bajo sus pies y la dulce tibieza
               del  sol.  Al  borde  del  campo  había  unos  olmos  cuyas  hojas  se  movían
               levemente y algo más allá corría el arroyo bajo los sauces.


                   De pronto se despertó horrorizado. Le sudaba todo el cuerpo. Se había oído
               a sí mismo gritando:

                   —¡Julia! ¡Julia! ¡Julia! ¡Amor mío! Julia.

                   Durante  un  momento  había  tenido  una  impresionante  alucinación  de  su
               presencia. No sólo parecía que Julia estaba con él, sino dentro de él. Era como
               si la joven tuviera su misma piel. En aquel momento la había querido más que
               nunca. Además, sabía que se encontraba viva y necesitaba de su ayuda.


                   Se tumbó en la cama y trató de tranquilizarse. ¿Qué había hecho? ¿Cuántos
               años  de  servidumbre  se  había  echado  encima  por  aquel  momento  de
               debilidad?

                   Al cabo de unos instantes oiría los pasos de las botas. Era imposible que
               dejaran sin castigar aquel estallido. Ahora sabrían, si no lo sabían ya antes, que
               él había roto el convenio tácito que tenía con ellos. Obedecía al Partido, pero
               seguía  odiándolo.  Antes  ocultaba  un  espíritu  herético  bajo  una  apariencia
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