Page 198 - 1984
P. 198
conseguir.
Durante todo este tiempo, no dejaba de preguntarse con un rincón de su
cerebro cuánto tardarían en matarlo. «Todo depende de ti», le había dicho
O'Brien, pero Winston sabía muy bien que no podía abreviar ese plazo con
ningún acto consciente. Podría tardar diez minutos o diez años. Podían tenerlo
muchos años aislado, mandarlo a un campo de trabajos forzados o soltarlo
durante algún tiempo, como solían hacer. Era perfectamente posible que antes
de matarlo le hicieran representar de nuevo todo el drama de su detención,
interrogatorios, etc. Lo cierto era que la muerte nunca llegaba en un momento
esperado. La tradición —no la tradición oral, sino un conocimiento difuso que
le hacía a uno estar seguro de ello aunque no lo hubiera oído nunca— era que
le mataban a uno por detrás de un tiro en la nuca. Un tiro que llegaba sin aviso
cuando le llevaban a uno de celda en celda por un pasillo.
Un día cayó en una ensoñación extraña. Se veía a sí mismo andando por un
corredor en espera del disparo. Sabía que dispararían de un momento a otro.
Todo estaba ya arreglado, se había reconciliado plenamente con el Partido. No
más dudas ni más discusiones; no más dolor ni miedo. Tenía el cuerpo
saludable y fuerte. Andaba con gusto, contento de moverse él solo. Ya no iba
por los estrechos y largos pasillos del Ministerio del Amor, sino por un
pasadizo de enorme anchura iluminado por el sol, un corredor de un kilómetro
de anchura por el cual había transitado ya en aquel delirio que le produjeron
las drogas. Se hallaba en el País Dorado siguiendo unas huellas en los pastos
roídos por los conejos. Sentía el muelle césped bajo sus pies y la dulce tibieza
del sol. Al borde del campo había unos olmos cuyas hojas se movían
levemente y algo más allá corría el arroyo bajo los sauces.
De pronto se despertó horrorizado. Le sudaba todo el cuerpo. Se había oído
a sí mismo gritando:
—¡Julia! ¡Julia! ¡Julia! ¡Amor mío! Julia.
Durante un momento había tenido una impresionante alucinación de su
presencia. No sólo parecía que Julia estaba con él, sino dentro de él. Era como
si la joven tuviera su misma piel. En aquel momento la había querido más que
nunca. Además, sabía que se encontraba viva y necesitaba de su ayuda.
Se tumbó en la cama y trató de tranquilizarse. ¿Qué había hecho? ¿Cuántos
años de servidumbre se había echado encima por aquel momento de
debilidad?
Al cabo de unos instantes oiría los pasos de las botas. Era imposible que
dejaran sin castigar aquel estallido. Ahora sabrían, si no lo sabían ya antes, que
él había roto el convenio tácito que tenía con ellos. Obedecía al Partido, pero
seguía odiándolo. Antes ocultaba un espíritu herético bajo una apariencia