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No podía coger el taburete estirando el brazo ni sostenerse en una sola pierna
               sin caerse. Intentó ponerse en cuclillas, pero sintió unos dolores terribles en los
               muslos y en las pantorrillas. Se tendió de cara al suelo e intentó levantar el
               peso del cuerpo con las manos. Fue inútil; no podía elevarse ni un centímetro.
               Pero después de unos días más —otras cuantas comidas— incluso eso llegó a
               realizarlo. Lo hizo hasta seis veces seguidas. Empezó a enorgullecerse de su

               cuerpo y a albergar la intermitente ilusión de que también su cara se le iba
               normalizando. Pero cuando casualmente se llevaba la mano a su cráneo calvo,
               recordaba el rostro cruzado de cicatrices y deformado que había visto aquel
               día en el espejo. Se le fue activando el espíritu. Sentado en la cama, con la
               espalda  apoyada  en  la  pared  y  la  pizarra  sobre  las  rodillas,  se  dedicó  con
               aplicación a la tarea de reeducarse.


                   Había capitulado, eso era ya seguro. En realidad —lo comprendía ahora—
               había estado expuesto a capitular mucho antes de tomar esa decisión. Desde
               que le llevaron al Ministerio del Amor —e incluso durante aquellos minutos
               en  que  Julia  y  él  se  habían  encontrado  indefensos  espalda  contra  espalda
               mientras  la  voz  de  hierro  de  la  telepantalla  les  ordenaba  lo  que  tenían  que
               hacer— se dio plena cuenta de la superficialidad y frivolidad de su intento de
               enfrentarse con el Partido. Sabía ahora que durante siete años lo había vigilado

               la  Policía  del  Pensamiento  como  si  fuera  un  insecto  cuyos  movimientos  se
               estudian bajo una lupa. Todos sus actos físicos, todas sus palabras e incluso
               sus  actitudes  mentales  habían  sido  registradas  o  deducidas  por  el  Partido.
               Incluso la motita de polvo blanquecino que Winston había dejado sobre la tapa
               de su diario la habían vuelto a colocar cuidadosamente en su sitio. Durante los
               interrogatorios  le  hicieron  oír  cintas  magnetofónicas  y  le  mostraron

               fotografías.  Algunas  de  éstas  recogían  momentos  en  que  Julia  y  él  habían
               estado  juntos.  Sí,  incluso...  Ya  no  podía  seguir  luchando  contra  el  Partido.
               Además, el Partido tenía razón. ¿Cómo iba a equivocarse el cerebro inmortal y
               colectivo?  ¿Con  qué  normas  externas  podían  comprobarse  sus  juicios?  La
               cordura  era  cuestión  de  estadística.  Sólo  había  que  aprender  a  pensar  como
               ellos pensaban. ¡Claro que...!


                   El  pizarrín  se  le  hacía  extraño  entre  sus  dedos  entorpecidos.  Empezó  a
               escribir  los  pensamientos  que  le  acudían.  Primero  escribió  con  grandes
               mayúsculas:

                   LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD

                   Luego, casi sin detenerse, escribió debajo:

                   DOS Y DOS SON CINCO

                   Pero luego sintió cierta dificultad para concentrarse. No recordaba lo que
               venía después, aunque estaba seguro de saberlo. Cuando por fin se acordó de

               ello, fue sólo por un razonamiento. No fue espontáneo. Escribió:
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