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Sentíase mucho mejor. Había engordado y cada día estaba más fuerte.
Aunque hablar de días no era muy exacto.
La luz blanca y el zumbido seguían como siempre, pero la nueva celda era
un poco más confortable que las demás en que había estado. La cama tenía
una almohada y un colchón y había también un taburete. Lo habían bañado,
permitiéndole lavarse con bastante frecuencia en un barreño de hojalata.
Incluso le proporcionaron agua caliente. Tenía ropa interior nueva y un nuevo
«mono». Le curaron las várices vendándoselas adecuadamente. Le arrancaron
el resto de los dientes y le pusieron una dentadura postiza.
Debían de haber pasado varias semanas e incluso meses. Ahora le habría
sido posible medir el tiempo si le hubiera interesado, pues lo alimentaban a
intervalos regulares. Calculó que le llevaban tres comidas cada veinticuatro
horas, aunque no estaba seguro si se las llevaban de día o de noche. El
alimento era muy bueno, con carne cada tres comidas. Una vez le dieron
también un paquete de cigarrillos. No tenía cerillas, pero el guardia que le
llevaba la comida, y que nunca le hablaba, le daba fuego. La primera vez que
intentó fumar, se mareó, pero perseveró, alargando el paquete mucho tiempo.
Fumaba medio cigarrillo después de cada comida.
Le dejaron una pizarra con un pizarrín atado a un pico. Al principio no lo
usó. Se hallaba en un continuo estado de atontamiento. Con frecuencia se
tendía desde una comida hasta la siguiente sin moverse, durmiendo a ratos y a
ratos pensando confusamente. Se había acostumbrado a dormir con una luz
muy fuerte sobre el rostro. La única diferencia que notaba con ello era que sus
sueños tenían así más coherencia. Soñaba mucho y a veces tenía ensueños
felices. Se veía en el País Dorado o sentado entre enormes, soleadas y
gloriosas ruinas con su madre, con Julia o con O'Brien, sin hacer nada, sólo
tomando el sol y hablando de temas pacíficos. Al despertarse, pensaba mucho
tiempo sobre lo que había soñado. Había perdido la facultad de esforzarse
intelectualmente al desaparecer el estímulo del dolor. No se sentía aburrido ni
deseaba conversar ni distraerse por otro medio. Sólo quería estar aislado, que
no le pegaran ni lo interrogaran, tener bastante comida y estar limpio.
Gradualmente empezó a dormir menos, pero seguía sin desear levantarse
de la cama. Su mayor afán era yacer en calma y sentir cómo se concentraba
más energía en su cuerpo. Se tocaba continuamente el cuerpo para asegurarse
de que no era una ilusión suya el que sus músculos se iban redondeando y su
piel fortaleciendo. Por último, vio con alegría que sus muslos eran mucho más
gruesos que sus rodillas. Después de esto, aunque sin muchas ganas al
principio, empezó a hacer algún ejercicio con regularidad. Andaba hasta tres
kilómetros seguidos; los medía por los pasos que daba en torno a la celda. La
espalda se le iba enderezando. Intentó realizar ejercicios más complicados, y
se asombró, humillado, de la cantidad asombrosa de cosas que no podía hacer.